sábado, 21 de mayo de 2011

Aventurera Capítulo XII


CAPÍTULO XII

No fue a cenar con ella como le prometió. Se dirigió al club, a la salida de casa de Mildred, y cenó con unos amigos. Tampoco la advirtió por teléfono de que no le esperara. Iría al día siguiente, pero no solo, con sus padres...
Se retiró temprano. Durmió profundamente. Sin temor a nada, sin remordimiento alguno de conciencia. Si Mildred fuera una mujer noble, jamás se hubiera atrevido a dejarla. Pero Mildred no reunía condición alguna y él tenía que defender su felicidad.
Se levantó temprano y se dirigió a su oficina. Todo funcionaba como siempre. Pero la vida para él no tenía el mismo colorido. Era todo muy distinto. Saludó aquí y allá y se introdujo en el departamento particular. Dictó algunas cartas, puso documentos en orden y a las once marcó un número. En seguida contestó una voz suave, tierna.
—Dígame.
—Evora...
—¡Curk!
—¿Me esperaste hasta muy tarde?
—Sí...
—Perdóname, pequeñita. No pude ir. Ocurrieron cosas... ¿Me oyes, Evora?
—Sí.
—No vayas a la casa de modas. Está tarde, temprano, iré a buscarte... No iré solo, Evora.
—¿Quién... te acompañará?
—Mis padres.
—¡Curk!
—Nos casaremos en seguida, querida mía. Necesito tenerte cerca constantemente para que mi vida tenga un aliciente, Evora...
—¿Qué?
—¿Me oyes?
—Sí.
—No dices nada.
—Es... que no puedo.
—Hasta la tarde, pequeña.
—Hasta la tarde, Curk. ¿Lo... has pensado bien?
—¡Hace tanto tiempo que vengo pensándolo, que ya estoy cansado de pensar! Sí, cariño. Lo he pensado y lo he decidido. Te dejo. Siento los pasos de mi padre que viene hecho una tromba.
Colgó. Se abrió la puerta y sir Lewis, sofocado, nervioso, hizo su aparición.
—Curk —estalló—. ¿Sabes lo que has hecho?
El hijo no se alteró lo más mínimo. Se puso en pie y dijo:
—¿A qué te refieres, papá?
—Vas a faltar a tu palabra, y Walter me amenaza...
—¡Oh, ya comprendo! Toma asiento, papá. Te voy a servir una copa de coñac. Creo que la necesitas —y con ironía—: No debes tomar esos berrinches, no merece la pena.
—¿Que no la merece? ¿Sabes lo que dices? Nuestros negocios...
—Sí, sí. Antes de responderte a eso, me gustaría saber qué es lo que te disgusta. El que yo falte a mi palabra o tus negocios.
Sir Lewis limpió con un albo pañuelo el sudor que perlaba su frente. Rezongando, exclamó:
—Al fin y al cabo, ¿qué me importa tu compromiso? Lo que me importa es lo que esto trae consigo.
—Toma asiento, sir Lewis. En este instante vamos a hablar de negocios tú y yo. Sabes que hará cosa de un mes he tenido una reunión con un grupo de nuevos accionistas.
—No me has dicho que eran accionistas.
—¡Oh! ¡Perdona mi negligencia! Lo eran, por supuesto. Hemos firmado un contrato muy ventajoso. Como director de la compañía y con poderes que me dieron para obrar con plena libertad, decidí, por mi cuenta y riesgo, firmar el contrato mencionado, por medio del cual disponemos de un capital en efectivo tres veces mayor del que mencionó sir Walter esta tarde. ¿No es eso lo que te preocupa?
—Me asombras, muchacho.
—Si no estuviéramos preparados —añadió Curk, tranquilamente—, nuestra compañía hubiera sufrido un rudo golpe al retirar sir Walter su capital. Pero lo estamos, papá. Lo he previsto todo. Espero que esta tarde me acompañes a casa de Evora Brown.
Sir Lewis tartamudeó:
—¿Vas... a casarte con ella?
—Sí. Supongo que nada tendrás que objetar.
—Yo... Bueno... tal vez tu madre...
—Mi madre está de acuerdo. Claro que, aunque no lo estuvierais, me hubiera casado igual.
—Cásate con ella si así lo deseas, pero no me pidas, ni a tu madre ni a mí, que te acompañemos a su casa.
—¡Papá!
—Lo siento, hijo —se aturdió el caballero, bajo la fría mirada de Curk—. Me has salvado de la ruina, pero me has dejado en ridículo.
—O sea, para ti es antes tu buen nombre, tu palabra empeñada, que la felicidad de tu hijo.
—¿Sabemos acaso si vas a encontrar la felicidad con esa joven? Cuando me lo hayas demostrado... la recibiré como a una hija.
—¿Es... tu última palabra?
—La única. Y ahora ponme al corriente del nuevo contrato. Esta tarde se reunirá el consejo y sir Walter Lawson retirará su capital.
—Presidiré esa reunión —dijo, secamente.
Al mediodía trató de abordar a su madre. Se encontró con la misma barrera. No era hombre que suplicara. Decidió obrar por su cuenta.


Estaba muy bonita. Una tímida sonrisa le recibió. Él no dijo nada. Silencioso, lento, hábil, la tomó en sus brazos y empezó a besarla. No había barrera para su amor. Los besos tenían un sabor diferente y el contacto los electrizaba. Fue un momento sublime para ambos. Cuando tras aquellos minutos de apasionante inconsciencia se separaron, él le puso una sortija en el dedo y ella no le preguntó por sus padres, lo que demostró a Curk una vez más la delicadeza de aquella espiritual criatura.
—Nos casaremos —dijo él, sin soltarla—. Lo haremos uno de estos días, sin testigos ni amigos.
Tampoco le preguntó por qué. Dijo tan sólo: —Bueno, Curk; si no te arrepientes...
—¡Nunca!
—Te adoraré siempre, Curk. Pero tengo miedo.
—A mi lado no debes tenerlo.
La apretó contra su pecho. Inclinó la cabeza sobre la de ella y le habló bajo:
—Siempre creí que al casarme podría llevar a mi esposa al hogar de mis padres. No es así. Viviremos solos. Por ahora, aquí. Más adelante no sé...
—Donde estés tú; vida mía, yo seré feliz.
—Eso es lo único importante.
Pero ella supo que una nube enturbiaba la felicidad de aquel instante. Comprendió que se debía a la actitud de sus padres. ¿Por qué le dijo por teléfono que le acompañarían y ahora ocurría todo lo contrario? No preguntó. Amaba a Curk. Sólo a él, y emplearía el resto de su vida en hacerle feliz. Pasó los brazos por el cuello masculino y por un instante sus ojos contemplaron la sortija de brillantes.
—La honraré toda la vida, Curk. Tú lo sabes, ¿verdad?
—Sí, pequeña, lo sé. Yo sé cómo eres. Cuando el mundo te conozca como yo, te adorará.
—Sólo deseo que me ames tú. Mi vida se centra en ti y en tu amor. ¿Qué importa lo demás, Curk?
Ella no se daba cuenta, pero importaba. ¡Oh, sí, importaba mucho! Por él, no. Estaba seguro de su amor, de poder prescindir del fasto de la sociedad a la cual pertenecía. Pero ella, si sus padres la rechazaban (y claro, lo estaban demostrando), se vería obligada a sufrir vejaciones sin fin. Si sus padres acudían a su lado, si la recibían en sus brazos, las amenazas de Mildred le causarían risa. Pero si sus padres se unían a Mildred y al correr los días Evora, convertida en su esposa, era humillada con saña, él no podría remediarlo porque no siempre estaría a su lado.
La cerró contra sí y la cubrió de besos. Un ansia loca de protección le invadió. Besaba los ojos entrecerrados de Evora, su garganta, sus labios, y allí se eternizó como si la razón de su existencia dependiera de aquellos besos.
Fueron días los que transcurrieron de dolorosa violencia. Sir Walter retiró su capital, pero seguía jugando en el club con su padre, lo cual indicó a Curk que sus padres no estaban dispuestos a perdonar. Buscaba el refugio en los brazos de Evora y preparaba sus cosas de modo rápido, para terminar cuanto antes, casarse y poder vivir con ella el resto de su existencia. Sufría pero no por él. Era feliz teniendo a Evora. Sufría por ella, porque sabía a la dura prueba a la cual iba a ser sometida.
Se casaba al día siguiente. Ruth sería la madrina. Un amigo el padrino. La ceremonia tendría lugar a las diez de la mañana en una iglesia de un apartado barrio de la ciudad. Seguidamente emprenderían viaje hacia Londres. Después... Se instalarían en el piso de Evora y, más adelante, él compraría un hotelito en las afueras.
Se hallaban todos sentados a la mesa, aquella noche, cuando Curk dijo:
—Me caso mañana.
Nadie respondió. Sólo lady Magda pestañeó varias veces seguidas.
—Siempre creí que podría vivir aquí con mi esposa. Y, por supuesto, nunca esperé casarme sin mi familia.
Tampoco obtuvo respuesta.
—No lo siento por mí —añadió, roncamente—. Pero Evora merece la consideración de todos y, si vosotros la despreciáis desde este instante, va a ser desgraciada.
Esperó una razón. Nadie levantó la cabeza ni dijo una palabra. Se puso en pie y los miró desde su altura.
—No sé cuándo volveré a veros. Saldré de casa mañana muy temprano.
Nadie respondió. Curk giró en redondo y salió sin volver la cabeza. Cuando se cerró la puerta tras él, lady Magda estalló:
—Es inútil, Lewis. No lo puedo resistir.
—Calma, Magda.
—Es mi hijo, mi único hijo, y, como él, creo que ella, Evora Brown, merece todo nuestro respeto y admiración.
—Calma, Magda.
—Si tú no vas —exclamó exasperada—, yo sí. Yo iré y seré la madrina, y levantaré bien la cabeza y la besaré. ¿Te enteras, Lewis?
—Te he dicho...
—Ya lo sabes.
Y salió del salón comedor, recogiendo el vuelo de su traje de noche.


Eran las nueve de la mañana cuando Ruth acudió a abrir la puerta del piso de su amiga.
—Será Curk —dijo Evora, saliendo de la alcoba.
Vestía de negro, sencilla, bonita, más melancólicos sus ojos cuanto más emocionada se hallaba. Y se hallaba mucho. La falta de los padres de Curk era una puñalada clavada en pleno corazón, pero Curk no lo sabría jamás.
Tres figuras se recortaron en la puerta, y tanto Ruth como Evora quedaron suspensas, sin saber qué decir.
—Buenos días, querida —saludó lady Magda con encantadora sencillez, como si la conociera de toda la vida—. ¿Curk no ha venido aún? Esta es mi hija —añadió, sin esperar respuesta— y éste es mi esposo. Los conoces, ¿verdad?
Ya estaban los tres ante Evora, una Evora emocionada y temblorosa, que de pronto se echó a llorar como una criatura.
—Calma, calma —rogó sir Lewis, besando la frente de la joven—. Que perdonen tus amigos, querida, pero Magda y yo hemos decidido ser los padrinos.
Entró Curk en aquel instante, y al presenciar el cuadro, una amplia sonrisa cubrió su rostro.
—Papá —dijo, con lengua torpe—. Mamá—. Los dos se volvieron.
—Hola, muchacho —saludó el caballero, como si su presencia allí fuera lo más natural—. Nos hemos adelantado. Le estábamos diciendo a Evora que seremos los padrinos. La servidumbre prepara un pequeño banquete para todos nosotros, incluyendo a tus amigos. Espero que en lo sucesivo Evora se encuentre bien entre nosotros.
—¡Papá...!
—No me digas nada, muchacho. He sido un tonto —se volvió hacia Evora, que se hallaba junto a lady Magda—. Evora, hijita —dijo—. ¿No tienes algo de beber por ahí? Tengo la garganta seca.


—Ya lo sabes.
—No es... posible.
—Lo es, Mildred. Ni tú, ni yo, ni nadie podrá nada contra lady Magda si se propone elevar a Evora Brown, y se lo está proponiendo.
—Tú me dijiste...
—Sí, sí, te dije —se impacientó sir Walter— lo que creí observar en la actitud de Lewis, pero me equivoqué. Quieren demasiado a su hijo para humillarlo. Fueron los padrinos. Llevaron a Evora a su casa, y al regreso del viaje de novios, se instalarán en la residencia de los Hayward. Si quieres las cosas más claras...
—Necesito salir de viaje, papá...
—Te comprendo. Saldremos hoy mismo. Pero quiero que sepas que si has perdido a Curk, sólo tú has tenido culpa.
—No me hables de eso, lo prefiero.


En un hotel de Londres, Evora Brown se perdía en los brazos de su marido y decía muy bajo:
—Ya no hay nubes en nuestro matrimonio, Curk, amor mío—. El hombre no la oía.
—¡Curk!
—Sí, ternura. Pero no hables ahora. Ámame. Tanto tiempo deseando este instante...
Un instante que Evora vivió con intensidad, y que cuando meses después era una dama admirada en Penzance, siguió viviendo.
Curk Hayward nunca se arrepintió de haberla hecho su mujer. Y lady Magda y sir Lewis estaban profundamente orgullosos de tenerla a su lado.

FIN

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