miércoles, 6 de octubre de 2010

NOVELA: Aventurera Capitulo l


En estos días encontré esta novela de Corín Tellado y se me ocurrió pasarla aquí por capítulos, como para recordar a la escritora, que con su estilo romántico ha logrado hacernos soñar. (leer biografía de Corín Tellado)
                               
                                 
   
                                    Aventurera




CAPÍTULO l

—¿Qué te parece, Curk? Está muy bien, ¿verdad? Es regalo de mi tía Peti. Quiere ser la madrina, pero mamá dice que le pertenece a ella. Peti es tan romántica... ¿Me oyes, Curk?
El aludido se agitó. Era un hombre alto, muy delgado, de pelo rubio oscuro y ojos azules de expresión indefinible. Frío y áspero, y a la vez, allí, en el fondo de las pupilas, se apreciaba a veces una lucecita de humanidad, pero... muy pocas veces. Tenía treinta años y estaba prometido a la joven que le hablaba desde que dejó Oxford, y de ello ya hacía muchos años. Pertenecía a la mejor familia de Penzance. Las más prestigiosas industrias, mineras y pesqueras, eran de su ilustre padre, sir Lewis Hayward Grey, y su novia, Mildred Lawson, era hija del socio de su padre, el honorable sir Gerald Lawson; pensaban casarse aquel invierno. Estaban contemplando el coquetón inmueble que la tía de Mildred pensaba darles como regalo de boda.  
Curk la oía, por supuesto, pero, como siempre, estaba distraído y parecía estar a miles de leguas de distancia. Mildred, que se hallaba habituada al carácter particular de su prometido, no pareció molestarse. Asió con sus dos manos el brazo de Curk, y juntos traspasaron la verja.
Mildred era una mujer alta y fina, de aristocrático porte. Ya no era una colegiala. Tendría por lo menos veintisiete años, y hacía diez que lucía en el dedo una sortija de brillantes, símbolo de su compromiso con Curk Hayward. Era rubia y tenía ojos azules de altivo mirar.
—¿Qué te parece el parque?—Y sin esperar respuesta, añadió—: Cambié el cenador y estas macetas. No me agrada la estructura de la terraza central. Diré a papá que lo cambie todo. ¿No te parece que hemos de realizar aquí grandes obras para que esto se convierta en un hogar moderno y cómodo?
Curk alzóse de hombros. Estaba pensando que se hacía tarde, que el sol declinaba y él tenía una cita. No obstante, se abstuvo de decirlo. Correcto, pero distante, era cortés a su prometida.
—Jully dice que si fuera ella la dueña de este chalet dejaba los parterres tal como están. Jully es una maniática, ¿verdad?
¡Las ocho! Empezaba a oscurecer. Evora lo estaría esperando.
—Curk, cariño...
—¿Sí?
—Pareces tan lejos de todo esto...
—Estoy a tu lado —indicó Curk, con su habitual indiferencia.
Mildred pensó, aunque fugazmente, que Curk antes no era tan seco y tan distante. Pero, bueno, tal vez ello se debiera a los años. Había cumplido treinta, estaba madurado. Ya nunca sería aquel joven dicharachero y feliz que durante las vacaciones era el compañero ideal. ¡Qué veranos más felices había pasado allí! Bueno, había que pensar en serio. Ella no era una niña romántica.
—¿Entramos? —propuso ella.
—¡Oh, no! —Y consultó el reloj—. Ya es tarde. Otro día.
—Acaban de dar las ocho.
— Por eso mismo.
—¿Y te parece tarde?
—Lo es. Volvamos al auto.
Este se hallaba aparcado en la carretera. Era un «Jaguar» propiedad de Curk, de línea estilizada, de color azul pastel, y todos los habitantes de Penzance lo conocían.
—Me gustaría ver su interior.
Curk se impacientó. Y era lo bastante flemático para no impacientarse con facilidad. No obstante, aquel día estaba de mal humor.
—Lo sabes de memoria, Mildred —dijo—. Yo también lo sé. Si quieres hacer alguna reforma, que te acompañe tu madre o mi hermana.
—Querido...
Curk caminaba despacio hacia el auto. Su decisión de dejar aquel lugar no admitía réplica. Mildred se mordió los labios y lo siguió a regañadientes.
Ya en el auto, de regreso a casa, ella exclamó de pronto:
—¿Qué te parece si volviéramos mañana?
—Ya te dije que yo no puedo. Tengo muchas ocupaciones.
—Siempre estás ocupado. ¿Ocurrirá igual cuando nos casemos?
—Soy hombre de negocios. Debes pensarlo así.
—Desde luego. Pero observo que mi padre también es hombre de negocios y rara vez deja a mi madre.
—No me gusta imitar a nadie, Mildred —cortó, frío.
Mildred mordióse los labios y no contestó.


Llegó a casa (un hermoso palacio enclavado en lo alto de la colina) y se cambió de ropa en un instante. Iba a salir. Eran las ocho cuarenta y cinco. Evora era una buena chica, pero tenía poca paciencia, como todas las mujeres.
Descendía hacia el vestíbulo cuando su padre atravesaba éste en compañía de un elegante señor y de un joven que llevaba una cartera de piel bajo el brazo, lo que indicó a Curk que se hallaba ante un socio de su padre y su secretario. Esto le contrarió en gran manera. Conocía lo bastante a su padre para saber que iba a reclamarlo. Así fue, en efecto.
—Hola, Curk. De ti estábamos hablando. Síguenos al despacho. Hemos de tratar de algunas cosas importantes.
Evora tendría que esperar. Por orden de su padre y como único hijo varón de la ilustre familia, había estudiado leyes, tomando, al finalizar su carrera, el timón de los asuntos de su padre.
Era jefe, administrador y consejero de la gran firma Hayward Lawson y Compañía y, sin su parabién, jamás se firmaba un acuerdo.
Disimulando su mal humor, correspondió cortés al saludo del señor que le era presentado, y todos se dirigieron al despacho. Dos horas después, él y su padre despedían a mister Blu y su secretario en la puerta principal de la casa. Eran justamente las diez y media y el gong había tocado para la comida.
Sir Lewis lo asió del brazo y juntos entraron en la casa.
—Estoy muy orgulloso de ti, Curk —dijo el caballero—. Hemos de reconocer que desde que tú tomaste las riendas de mis negocios éstos han subido un porcentaje tentador.
Curk no contestó. Pensaba en Evora. Después de comer tendría que ir a verla. Un poco tarde... Sí, pero sabía que Evora lo esperaría hasta la hora que fuera. Era lo que más admiraba en ella. Su ternura para disculparlo tantas veces como faltaba a sus citas.
De pronto, sir Lewis le contempló fijamente.
—Curk, después de comer, mientras tu madre y tu hermana oyen música en el salón, tú y yo pasaremos a mi despacho —dijo con un tono muy distinto del empleado anteriormente.
—¡Oh, pues...!
—Tengo que hablarte.
—¿No... podías dejarlo para mañana?
—No. Es un asunto urgente.
No podía ver a Evora ni siquiera a las once. Bueno, lo dejaría para el día siguiente. Evora, como siempre, lo disculparía.
Durante la comida hablaron de negocios, de la boda que luego tendría lugar y del chalet que tía Peti les regalaba.
Lady Magda, una dama de altivo y aristocrático porte, parecía entusiasmada con la idea Jully, que tendría veinte años, soñaba con ser la dama de honor. Sólo Curk y sir Lewis parecían muy ajenos al entusiasmo de las dos mujeres.
Cuando pasaron al salón, sir Lewis se disculpó y se llevó a su hijo cogido por el brazo. Curk se preguntaba qué podía desear de él su padre para exigirle cerrarse en su despacho. Alzóse de hombros. Cualquier asunto de negocios. Su padre era así, nunca podía dejar para el día siguiente lo que pensaba a cualquier hora.
En el salón decía Jully a su madre:
—Estoy tan emocionada, mamá... ¿Cuándo se casan?
—¡Oh! Aún no lo sé. No se hizo la petición oficial, ni se señaló la fecha de la boda. Pero creo que pronto, Curk ya no es un niño y Mildred tampoco ha de esperar mucho.
—¿Sabes, mamá? Mañana iré con Mildred al chalecito. Hemos de hacer algunas reformas y Mildred se empeña en que la acompañe.
—Me parece muy bien.
—¿Cuándo tendré yo un prometido, mamá?
—Pero, niña...
—Ya he cumplido veinte años.
—Estás naciendo.
—¡Oh!
Y se quedó muy triste.
Lady Magda le puso una mano en el hombro y le susurró al oído:
—Alfred te admira mucho.
— ¡Oh!
—Te lleva unos años —siguió diciendo la dama—, pero pertenece a la familia Lawson y eso es muy significativo.
—¿Alfred Lawson? —se extrañó Jully—. Pero, mamá, es tan mayor para mí.
—Sólo tiene un año más qué Curk y está soltero, y además, a todos, tanto a los Lawson como a nosotros, nos gustaría emparentar por partida doble.


—Siéntate, Curk.
El joven obedeció. El despacho particular de Lewis se parecía a él. Era severo y oscuro, con muebles pesados y retorcidos, y sentado tras la gran mesa de trabajo, llena de papeles, el caballero adquiría una sobriedad que, por un instante, intimidó un tanto al joven.
—¿No podríamos dejar para mañana el asunto de que deseas tratar?
—Por supuesto que no. Fuma —encendió un habano y ofreció otro a su hijo.
Este dijo con una leve sonrisa:
—A esta hora prefiero mis cigarrillos, papá. Perdona.
—Fuma lo que sea. Dos hombres, entre espirales de humo, se entienden mejor.
—Por lo que observo, no es asunto de negocios. Nunca hay antagonistas entre nosotros en el terreno comercial. Siempre estamos de acuerdo.
—En efecto, no se trata de negocios sino de algo muy distinto.
Hasta aquel instante, Curk no se dio cuenta de que su padre iba a hablar de Evora. ¿Quién le había puesto al corriente de aquellas cosas? No se inquietó. Después de todo, un devaneo lo puede tener cualquier hombre, y él era un hombre como los demás, o quizá más apasionado que muchos, aunque nadie lo comprendiera así, dada su adustez y frialdad aparente.
—Muchacho, sé que haces frecuentes visitas a una casita a orillas de la ribera.
—¡Ah!
Sir Lewis abrió una carpeta, dejó el habano colgado de la comisura izquierda y, cerrando a medias un ojo, sacó un papel, lo agitó y añadió:
—Se llama Evora Brown. ¿De dónde procede ese nombre y la mujer que lo lleva?
Curk curvó la voluntariosa boca en una fría sonrisa.
—¿Importa mucho?
Sir Lewis cerró la carpeta, se repantingó en la butaca y, sin quitar el habano de la boca, metió los dedos entre los tirantes y la camisa. Se quedó mirando a su hijo escrutadoramente.
—¿Qué pasa, Curk?
—¿Pues qué pasa?
— Soy hombre, muchacho y, por tanto, conozco las debilidades de éstos, pero por la misma razón, no ignoro que nunca se deben tomar en serio ciertos pasajes de la vida.
—¿Y quién te dijo que yo tomo en serio esos... llamados pasajes?
—¡Ah! Era lo que deseaba saber.
—Pues ya lo sabes. ¿Puedo retirarme?
—No, no, claro que no. No terminamos.
—Prosigue, pues.
—¿Cuándo empezó eso?
—Hace... ¡que sé yo!
—Muchacho, muchacho, esas debilidades son un tanto peligrosas. Tú —añadió, apreciativo— eres un hombre sensato. Conoces la gran responsabilidad de tu nombre y a lo que éste obliga. De eso no tengo la menor duda. Por eso no puedo ni debo reprocharte ese devaneo, mas... ¿No dice el refrán que el que anda con fuego se quema?
—No me quemaré, papá —rió Curk, cachazudo—. Pierde cuidado.
—Mildred es tu prometida, te vas a casar con ella. ¿Por qué devanarte los sesos en placeres falsos? Porque no es sólo un placer, muchacho. Conozco el asunto. Es una lucha cerebral... ¿Sin importancia?
—Me parece, papá, que vas muy deprisa— dijo de pronto Curk, con breve sonrisa irónica en la cuadrada boca—. He de decirte que Evora Brown no es mi amante.
—¡Oh, oh!
—¿Queda esto bien sentado, sir Lewis? —preguntó con voz firme, pero con burlona sonrisa.
—Bueno. Entonces, ¿qué esperas de ella?
—Tal vez lo será un día. Al menos esa es mi intención, pero aún no es así. Y en cuanto a Mildred... —hizo un gesto con la mano que indicaba indiferencia— será mi esposa, pero nunca me someteré a sus caprichos. Si deseo tener una amante la tendré, no te quepa la menor duda, y Mildred tendrá que admitirlo así.
—Nunca tuve una amante —apuntó con dureza sir Lewis—. Me consagré a mi esposa y a mis hijos y jamás se me ocurrió pensar que había otras mujeres que podía alcanzar.
—Papá, somos distintos. Permíteme que lo diga.
—Ya lo veo. —Y con súbita energía—: Curk, te he llamado aquí para decirte que no hagas daño a esa joven. Tú no puedes casarte con ella, déjala para otro hombre que la eleve, no que la envilezca.
Curk no contestó. Se puso en pie y consultó el reloj. Las doce. Se iría a la cama.
El joven bostezó. Sonrió y, agitando la mano, se fue sin responder.

No hay comentarios:

Publicar un comentario