martes, 3 de mayo de 2011

Aventurera Capítulo XI


CAPÍTULO XI

—Mamá ¿conoces a Evora Brown?
Lady Magda no esperaba aquella pregunta. Es más, pensó que su hijo deseaba soslayar aquel asunto. Parpadeante, se volvió hacia él. Curk la miraba a su vez apremiante, exigente. La dama comprendió que, o bien respondía sinceramente, o de lo contrario, desde aquel instante, perdía la confianza que su hijo tenía depositada en ella.
—Sí, mamá —repitió, esta vez con más decisión—. ¿Conoces a Evora Brown?
—Pues... sí.
—¿Cuándo, cómo y por qué?
—Hijo mío, haces unas preguntas...
—Las que el caso requiere en este instante.
—La conocí en una cafetería. Yo... estaba en el club, en la terraza. La cafetería se halla tras la balaustrada. Tu padre me dijo que era ella...
—¿No sigues, mamá?
—Pues... ¿No podrías dejar de mirarme como si fueras un juez?
—Desde luego. Perdona.
—¿Debo continuar?
—Eso espero de ti.
—Reconocí en ella a una modelo de Carsino...
—Y al día siguiente acudiste a un desfile.
—¿Quién... quién te lo dijo?
—Lo deduzco.
—Así fue...
Y a renglón seguido, con voz queda, refirió todo lo ocurrido, sin omitir la proposición que le hiciera a la joven. Tras sus palabras hubo un silencio. Un silencio que se prolongó varios minutos, suponiendo esto un siglo para la madre indecisa. Lo interrumpió Curk con estas escuetas frases:
—Y comprendiste que no era una aventurera.
La dama asintió en silencio.
—¿Y bien, mamá?
—¿Y bien qué, hijo mío?
—Quiero que te hagas cargo de algo muy importante. Primero es Mildred la que se humilla hasta descender a visitar a la mujer que todos creen mi amante. Evora nada me dijo. Luego eres tú. Evora podía habérmelo dicho. Pudo, desde un principio, haberme puesto contra vosotros. Jamás os nombró. ¿Cómo debo interpretar eso?
—Yo creo, Curk, que no debes interpretarlo de ningún modo. No voy a hablarte de tu deber... Pero sí te diré que mires bien lo que haces. Ya te dije lo que ocurrió con la escopeta cuando tenías quince años. Una mujer no es una escopeta, pero es, al fin y al cabo, un objeto personal. ¿Te das cuenta? Tampoco voy a oponerme a tus decisiones. ¿De qué me serviría? Pero como madre tengo el deber de aconsejarte, suponiendo, claro está, que te interese escuchar mis consejos.
—Me interesa.
—Pues bien... Suponte que te casas, que alcanzas lo que considerabas inalcanzable, que por encima de la opinión de todos vives tu vida. Suponte, asimismo, que el deslumbramiento desaparece. Que viene el sosiego, que la vida toma de nuevo ese cauce normal que, pasado algún tiempo, toma para todos.
—Todo está supuesto.
—¿Y después? ¿No temes al hastío? Piensa que Evora no es una mujer de tu mundo. Que llegará un momento en que tengas que presentarla en sociedad. La sociedad a la cual tú perteneces puede rechazarla, si no abiertamente, sí con diplomacia, que es a veces más dolorosa y humillante que una repulsa pública. Si ya no la amas te sentirás asqueado. Y si la amas te sentirás tan humillado que te será difícil soportarlo.
—Te olvidas, mamá, de que si me caso con ella será para amarla el resto de mi vida. Lo que quiero saber es si tú... vas a humillarla.
La dama parpadeó. Pensó en sí misma. Y súbitamente, dijo:
—Prefiero que cumplas con tu deber, pero si no lo haces... nunca humillaría a tu esposa, fuera ésta quien fuera.
Curk se puso en pie, besó los finos dedos de la dama y dijo únicamente: —Gracias, mamá.
—¿Qué... qué vas a hacer?
—Aún no lo sé. Tu lógica es razonadora, pero mi amor también lo es.


La encontró en plena calle. Era la primera vez que ocurría. Él caminaba a pie. Iba de la oficina al club. Otro, en su lugar, se hubiera sentido indeciso. Curk, no. Ella regresaba a casa después de la jornada de trabajo. Al verlo, quiso torcer la calle. Quería evitarle una violencia, sin suponer que para Curk no lo era.
Ambos sabían que eran el centro de las miradas de las personas (muchas a aquella hora crepuscular) que se hallaban en las terrazas de la cafetería y del club. Curk atravesó el camino. Ella parpadeó. Curk dijo:
—No esperaba encontrarte, pequeña—. En vez de responder a eso, Evora sonrió sofocada, tratando de seguir su camino.
—No te detengas, Curk. Nos miran—. Él sonrió quedamente.
—Vamos, no seas tonta. Te acompaño a casa.
—¡No!
—Si serás tonta.
Estaba roja como la grana. Más violenta que si la hubieran abofeteado en plena cara.
—Te lo suplico, Curk. No debes detenerte—. Por toda respuesta, la asió del brazo y caminó a la par.
—Curk...
—Sí, pequeña, dime...
—¿Sabes lo que ocurrirá?
—¿Y qué importa? Todos los días ocurre igual. Algún día ha de variar.
Caminaban a lo largo de la calle, cogidos del brazo como dos novios. Era bastante más alto que ella y la dominaba con la mirada.
—Dentro de dos horas iré a verte —dijo él cuando divisaban el portal de la casa de ella—. Prepárame algo para comer. Lo haré contigo.
—¿No se hace demasiado largo este juego, Curk?
—No es juego, querida mía.
—Estoy pensando, Curk...
—¿Sí?
—Parece que te burlas de mí.
—Me gusta tu indecisión.
—Estoy muy nerviosa. Vas a verte repudiado por tu familia y no quiero.
Se detuvieron frente al portal. La portera, desde su escondrijo, los miraba con curiosidad. El señorito ya no se ocultaba para ver a su amante. Eso, en opinión de la portera, ocurría siempre cuando el amante iba a dejar a su amiga.
—Evora, no me has dicho que conociste a mi madre —dijo Curk, teniendo muy poco en cuenta la curiosidad de la portera y callejera filosofía.
—¡Oh! —Y se le quedó mirando parpadeante.
—Lo sé todo, ¿sabes? Pero no te inquietes. Mi madre no te odia. Nadie que te conozca puede odiarte.
—Estoy pensando, Curk...
—Sí, ya me lo has dicho. ¿Qué es lo que piensas?
—Que tal vez si huyera de aquí...
—Y como Horacio te diré: «La negra preocupación monta a la grupa del jinete...»
—Lo prefiero así a vivir en esta incertidumbre. Además...
—¿Además?
—No debo ser un obstáculo en tu vida. Creo que me iré, Curk.
Él no se alteró. Le levantó la barbilla con un dedo y la portera pensó que los hombres ya no tenían vergüenza.
El supuesto desvergonzado decía en aquel instante:
—Y yo te hubiera seguido al fin del mundo. Me parece, Evora pequeña, que no habrá rincón en la tierra lo suficientemente oculto para esconderte de mí.
—Y así siempre.
—¿Cómo así?
—En esta incertidumbre.
—Algo habrá que termine con esta lucha. No sé lo que será, ni cuándo ocurrirá, pero presiento que ocurrirá y pronto.
Y era cierto. Cuando aquella noche llegó a casa, su hermana le salió al paso en el vestíbulo.
—Te ha llamado Mildred por teléfono. Parecía muy alterada. Dijo que tan pronto llegaras fueras a su casa.
—¿Dónde está papá?
—Ha salido.
—¿Y mamá?
—Salieron juntos. Comerán fuera. Después irán al teatro. Yo te estoy esperando para comer.
—Hazlo sola. Voy a casa de Mildred y luego comeré en alguna parte.
Giró en redondo y Jully se dirigió saltando hacia el comedor.


Una doncella le introdujo en el salón. Encendió un cigarrillo. ¿Cuántos días hacía que no veía a Mildred? Casi una semana. Reconocía que su proceder era abominable, pero, por mucho que se esforzaba, no podía remediarlo. Ya no le cabía duda alguna. Amaba a Evora. Y no la amaba para satisfacer sus apetitos carnales, como el mundo parecía creer. La amaba firme y apasionadamente para hacerla su esposa, reina de su hogar y madre de sus hijos.
Al principio no fue así. Creyó hallar en ella una aventura. El nunca fue un aventurero, ni un aprovechado, ni siquiera un vicioso sexual. Pero aquella joven de ojos melancólicos le atrajo desde un principio, y como nunca pensó faltar a su palabra con Mildred, creyó de buena fe que sería interesante tener una pequeña aventura antes de casarse. En seguida comprendió que no era Evora mujer que se prestara a la aventura. Primero empezó a admirarla, luego a desearla, y más tarde a amarla.
—Buenas noches.
Sumido como estaba en sus reflexiones, no oyó los pasos de Mildred. La miró. Comprendió al instante que Mildred estaba furiosa y no era su educación capaz de contener su furor. Decidió tomar las cosas con calma.
—Hola.
Ella cerró la puerta con seco golpe y avanzó hacia él. Eran de la misma estatura. Se midieron con la mirada. Curk pensó que jamás había sentido por Mildred aquella ansia de protección que todo hombre siente por la mujer que ama. Nunca pensó que Mildred necesitara protección. Muy al contrario, Mildred se protegía sola. En cambio, Evora... Desde un principio le agradó protegerla...
—Si no te llamo, no pensabas venir—dijo ella, fríamente.
—En efecto.
—¿Y consideras ese un proceder normal en un hombre enamorado?
Curk no esperaba aquellas palabras. Con naturalidad, dijo:
—Es que yo no soy un hombre enamorado, Mildred.
—Vas a casarte conmigo...
—¡Oh!
—¿Acaso piensas faltar a tu palabra?
—Supongo, Mildred —cortó, áspero—, que no me habrás llamado para decirme eso.
—Por supuesto que no. Te he llamado para decirte que no me parece digno de ti que te encuentres con tu amante en plena calle y la acompañes a casa. También quiero decirte, Curk, que no doy demasiada importancia a tus relaciones con la modelo. Después de todo, no eres el primer hombre que tiene una amante y se casa con la mujer que la sociedad le impone.
Curk no se alteró, en absoluto. No se preguntó si ella, Mildred, hablaba así por despecho o porque era una mujer sin moral. ¿Para qué hacerse preguntas de aquella índole, si de cualquier forma que fuese no iba a casarse con ella?
—Te diré en primer lugar, si ello te consuela, que Evora Brown no es mi amante. Y añadiré que si hay una mujer en este mundo a quien admire fervientemente, esa mujer es la modelo. Supongo, Mildred, que habré saciado ya tu curiosidad.
—Te olvidas de que no sé interpretar fielmente tus expresiones —dijo, dominándose.
—¡Oh, no! Eres demasiado inteligente, querida.
Mildred estaba a punto de estallar, y estalló. No en un océano de cólera incontenible, ni en un torrente de palabras insultantes. Quitó el anillo del dedo y se lo tiró a la cara con violencia. Curk, que seguía sus movimientos, alzó la mano, alcanzó el anillo en el aire y lo guardó con la mayor tranquilidad.
—Huelgan explicaciones, ¿verdad, Mildred?—. Lo miró rencorosa.
—Eres un canalla —apostrofó—. Pero no creas que tienes todos los triunfos en tu poder. Mi padre conoce la forma de arruinaros y no cejará hasta conseguirlo.
Curk se limitó a sonreír. No estaba enfurecido. Su padre tal vez lo estuviera, pero él conocía a las personas. Y sir Walter Lawson nunca le mereció confianza.
—Esperaré a tu padre en mi despacho, querida—dijo, sonriente—. Pero adviértele de que sea prudente. No soy hombre de paciencia en asuntos de negocios.
Giró en redondo.
—Curk...
Se volvió.
—No serás feliz.
—No voy a venir a llorar a tus brazos si es así, Mildred. Lo comprendes, ¿verdad?
—¿Nunca pierdes la calma? —preguntó ella, perdiendo la suya.
—Muy pocas veces. Y es curioso: cuanto más la pierden los que se enfrentan conmigo, más sereno me encuentro.
—Algún día la perderás, Curk, porque no cejaré hasta no ver por tierra humillada y pisoteada a la mujer que amas. No te será fácil introducirla en nuestro mundo, ¡Oh, no! La modelo vulgar que sació tus apetitos carnales jamás llegará a ser una gran dama.
—Querida Mildred —rió tranquilamente—. Evora Brown no llegará jamás a ser una gran dama, porque lo es ya. ¿Sabes por qué voy a casarme con ella? Porque hallé en su persona todas las virtudes recopiladas. Todas esas virtudes de las cuales carecen tantas mujeres.
—Me estás ofendiendo, Curk. Además me estás ofendiendo.
—Abstente de rozar la moral sin mácula de la mujer que va a ser mi esposa. Y salió.
Mildred se derrumbó en una butaca y ocultó la cara entre las manos.

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