CAPÍTULO X
No iba a verla, pero caminaba a lo largo de la calle con el pensamiento ausente. ¡Evora! Quince días sin verla. ¡Quince horribles días! Era... era demasiado. Iba a casarse con Mildred. Al menos eso había decidido a solas consigo mismo en aquel viaje a Londres. Era su deber y él conocía muy bien la responsabilidad de ese deber. No podía volver a ver a Evora. Era preciso renunciar a ella desde aquel instante.
Atravesó la calle y con asombro se vio ante la casa de Evora. ¿Y si subía? Podía verla por última vez y decirle... Sí, subiría y le diría... que iba a casarse. Que aún no se lo había dicho a Mildred ni a sus padres, pero que pensaba decírselo uno de aquellos días...
Traspasó el portal con paso firme. Subió las escaleras de dos en dos despreciando el elevador. Cuando se vio ante la puerta del piso de Evora, quedó con el brazo en alto ante el timbre.
En aquel instante fue egoísta. No pensó en el daño que iba a hacerle. Pensó sólo en sí mismo, en la necesidad que tenía de verla por última vez.
¡Por última vez! ¡Dios santo! ¿Tendría él voluntad para renunciar a la ternura de aquella suave muchachita?
¿Sería lo bastante hombre para casarse con Mildred y consagrarla toda su vida? Al menos ese era su deber. Y lo cumpliría. ¡Tenía que cumplirlo!
Dejó caer el dedo y el timbre sonó débilmente. Enseguida oyó los pasos inconfundibles. Las sienes le palpitaban. Nunca sentía aquella sensación de ahogo, de plenitud, cuando oía los pasos de otra mujer. Pero Evora...
La puerta se abrió y el rostro juvenil, de belleza incomparable, apareció ante él.
—¡Curk! —susurraron los labios casi sin abrirse. El la miraba cegador, como si en aquel instante su única razón de vivir fuera mirarla.
—¡Curk! —repitió ella, con tenue acento.
—¿Puedo pasar?
Y la voz era bronca, extraña, de acento indefinible.
—Pasa, claro. A mí nunca debes preguntarme eso.
Pasó. Giró la vista de un lado a otro, con ansiedad. Cada rincón, cada objeto, tenía para él un sabor diferente, agradable, único.
—Ponte cómodo, Curk —pidió ella, bajo—. ¿Qué quieres tomar?
—No comí...
—¡Oh! ¿Qué te preparo?
Los dos estaban indecisos, como cortados, como si se temieran, como si la misma voz fuera un lazo de unión irresistible.
El se dejó caer en una butaca, echó la cabeza hacia atrás, entrecerró los ojos y dijo, muy bajo:
—Prepárame algo. Lo que sea...
Evora lo envolvió en una larga mirada y después se dirigió a la pequeña cocina. Bajo el peso perezoso de los párpados, él la miraba. La veía ir diligente de un lado a otro, enfundada en aquel modelo sencillo y juvenil que la hacía más exquisita. Vio cómo preparaba la mesa ante él, la cubría con un albo mantel, ponía los cubiertos, los vasos y la jarra de agua. Todo de lo más vulgar, y no obstante, tenía un sabor de intimidad, de paz, de plenitud, que no hubiera cambiado por el suntuoso servicio de su casa.
—Ya está, Curk.
—¿Y tú?
—Ya lo hice. Te miraré. Te hablaré de nuestras cosas.
—Es lo que me descompone —exclamó desabrido, a tiempo de sentarse ante la pequeña mesa—, esa tu exquisitez. Ya te lo digo muchas veces: cuanto mejor me trates, tanto más desearé estar a tu lado, y necesito odiar este piso.
—Nunca pretendas odiarme, Curk —dijo, reprobadora—. Si te alejas de mí, ha de ser consciente de que lo haces y el por qué de hacerlo.
—¿No puedes darme un motivo? ¿Un sólo motivo para que te aborrezca?
—¿Lo quieres así?
—No, no —se agitó—. No podría soportar tu odio ni tu frialdad.
—Come, Curk, y no pienses en nada—. Comía, sí, pero entretanto hablaba. Ella, sentada frente a él, con los codos apoyados en la mesa y la barbilla descansando en las palmas, lo escuchaba y lo miraba.
—Uno llega a detestar la suntuosidad de su casa. Las ceremonias, las fiestas... todo lo que de placentero ofrece el dinero.
—Cállate y come, Curk.
—Y deseo esta paz, esta quietud, esta sencillez... —añadió, sin hacer caso—. Es lo que más ata a la vida. Una vida que uno debiera elegir a su gusto y, no obstante, ha de tomar la que le impone el deber.
Fumaba un cigarrillo. Evora había recogido la mesa y se hallaba sentada ante él.
—Te he traído un regalo de Londres. ¿No me preguntas por qué no he venido antes a traértelo?
—No habrás podido.
—No quise venir, Evora. Reconócelo, al menos.
—Ya lo estoy reconociendo.
—¿Y no te humilla?
—Nada de lo que tú me hagas me humilla, Curk.
—Quisiera que me odiases.
Evora sonrió. Entonces, Curk se puso en pie y aplastó el cigarrillo en el cenicero a su alcance. La miró desde su altura, y de súbito se sentó a su lado y tomó las dos manos femeninas entre las suyas. Al tiempo de llevarlas a la boca, susurró reconcentradamente, como si la lucha a que se sometía tocara a su fin:
—No voy a poder prescindir de ti, pequeña. Y te haré mucho daño.
—Ven siempre que quieras.
—Pero voy a pertenecer a otra mujer—. Evora rescató sus manos y las oprimió una contra otra.
—Lo sé.
—¿Y me admitirás de igual modo en tu vida?
—Creo... —Se agitó, se puso en pie y se alejó de él. —¡Oh, Curk! ¿Por qué me haces esas preguntas? Si es que has decidido casarte... Si lo has decidido...
—Creí que ya lo tenía decidido —apuntó de modo indefinible—, pero ya no lo sé. Después de verte otra vez, tendré que verte todos los días y probar la caricia de tus manos, y oír tu voz, y respirar esta paz... Y sentir la verdad que hay en mi vida como un pecado. ¿Lo ves? Uno peca a diario y no se percata de ello. Y de pronto, aquello que el mundo considera un pecado es como una dolorosa virtud. Eso nos ocurre a ti y a mí...
Se alejaban uno de otro como si tuvieran miedo del contacto que podía surgir, y que sería para ellos como una chispa, Curk se apoyó en la puerta del saloncito y encendió un cigarrillo. Ella, con la espalda pegada a la pared, se reconcentraba en sí misma, y en su semblante se retrataba el dolor que la renuncia suponía.
—Evora...
—Vete, Curk. Al menos esta noche, vete.
—Si te pidiera...
—¡Sí! —casi gritó—. Pero no me lo pidas. Todo el encanto, toda la ternura, toda la intimidad, dejaría de existir, y después... nos miraríamos con horror. Lo comprendes, ¿verdad, Curk?
Él no respondió. La contempló un instante con expresión dolida y giró en redondo.
—¡Curk, no me odies!
Sin volverse, dijo él:
—Ojalá pudiera odiarte, Evora. ¡Oh, sí! Ojalá pudiera odiarte.
Y salió sin volver la cabeza.
Creyó que no volvería, pero volvió al día siguiente y al otro, y todos los días, más que antes, como si aquel piso y aquella mujer tuvieran imán para él. Y lo tenían. Cuanto más pretendía renunciar a ella, más se aproximaba. Y era un suplicio acudir a aquel piso y dejar de quedarse en él cada día.
Pero una noche, antes de salir, no pudo contenerse y la apretó contra sí. La oprimió como un loco y del mismo modo la besó en plena boca, con ardor y desesperación. Creyó que no podría apartarse de ella jamás, pero Evora, aunque temblando, conservó un poco de sentido común y se alejó de él jadeante.
—Nunca debiste hacerlo —dijo, ahogándose.
El la miró con ansiedad. Ella tenía los brazos caídos a lo largo del cuerpo y una gran ansiedad en la quieta expresión de sus ojos.
—Vete, Curk.
—Un día me dijiste que si yo te lo pedía...
—Pero no me lo pedirás, Curk —replicó con las manos retorcidas una contra otra—. No me lo pidas. Por el amor de Dios, no.
Era lo que más admiraba de ella. Aquella devoción en la misma súplica, aquel mirar ansioso de sus ojos, aquel suave acento de voz. Y la fuerza de espíritu que avasallaba y a la vez vivificaba todo cuanto rozaba.
La miraba sin decir palabra, y fue en aquel instante cuando comprendió que tenía que ser suya. Y comprendió, asimismo, que a Evora no se podía llegar por la puerta falsa, y no porque el orgullo de ella lo impidiera, sino porque él jamás humillaría a la mujer que amaba entre todas. ¿Mildred? Tendría que devolverle su palabra. Tendría que hacer algo, pero su esposa había de ser Evora.
—Tendremos que casarnos —dijo de pronto.
—¡Curk!
—Vas a decirme que tengo un deber —añadió, reconcentradamente—. Lo tengo, es cierto, pero no es menos cierto que no soy un príncipe heredero que va a arruinar la nación por faltar a su palabra.
Echó la cabeza hacia atrás y miró a lo alto con fijeza, como si penetrara en sí mismo y no se atreviera a verse.
—Soy un hombre vulgar y paso por esta vida como pasamos todos. En un viaje transitorio, demasiado corto. Esas pocas horas que disponemos he de disfrutarlas como un hombre vulgar que soy.
Evora le escuchaba sin parpadear. Estaba sentada en un sillón frente a él, y lo miraba fijamente.
—Curk, no te precipites —dijo de pronto, con voz ahogada—. Tal vez busques en mí esas horas de felicidad y no las halles. Sería la más desgraciada de las mujeres si no fueras feliz a mi lado. Y tengo miedo de que no lo seas.
El echó el busto hacia adelante y dijo bajo:
—No concibo la felicidad si no es a tu lado. ¿Comprendes, Evora? Sólo a tu lado.
—Tendrás que enfrentarte con todos: con tus padres, con tu hermana, con ese mundo que tanto te halaga... El horizonte de tu vida se limitará a mi propia vida, y es ésta demasiado insignificante...
No trató de convencerla. Aquella noche salió de la casa cabizbajo. Reflexionaba. Tenía razón ella. Partiría con todos. Pero, ¿no esperaba la compensación a su soledad en el amor de ella? ¿Sería éste lo bastante sólido para llenar todos los rincones de su vida?
Necesitaba probarse a sí mismo. Se sentía aniquilado. Dejó que los días transcurrieran. Visitaba a Mildred y la visitaba a ella. No volvió a hablar de boda, pero en su mente la batalla tenía lugar. Una lucha espiritual que se hacía más insoportable cada día.
Mildred lo sentía alejado. Los padres lo observaban en silencio. Se daban cuenta de que Curk volvía al piso de la Ribera. Y aquella tarde su madre decidió hablarle con franqueza y, cosa extraña, él la escuchó:
—Bajas de peso y estás pálido, Curk.
Alzó los ojos. Se hallaban en la terraza, él hundido en una hamaca y con el cigarrillo consumiéndose solo, prendido entre los labios.
—Voy a sentarme a tu lado, Curk.
—Sí, mamá.
—Tu padre no ha regresado aún. Y Jully se ha ido al campo de golf con las amigas.
Tomó asiento junto a su hijo y lo miró de frente, con valentía.
—Has vuelto a la casa de la Ribera —dijo de súbito.
Curk no se asombró de que su madre conociera aquel pasaje de su vida. Muy al contrario, diríase que esperaba una intromisión materna en aquel sentido.
—Debiste doblegar tus deseos, Curk. Y no por respeto a tu palabra empeñada; sino porque aquél no es tu mundo. Recuerdo que de pequeño eras muy testarudo. En cierta ocasión, siendo un joven de quince años, deseaste con frenesí una escopeta. Tu padre se negó a comprártela, y tú lloraste, luchaste como un loco para alcanzar tu deseo. Durante dos años ansiaste aquel objeto, y al fin lo conseguiste. Con la escopeta al hombro y el morral colgado del brazo, saliste en dirección al bosque y durante dos días no regresaste a casa. Recorriste el bosque de punta a punta. Al tercer día dejaste la escopeta colgada en la sala de armas, y jamás has vuelto a mirarla.
—Un deseo de niño... —adujo, indiferente.
—Sí, un deseo de niño que revela al hombre.
De pronto, Curk lanzó una sarcástica sonrisa, y dijo desconcertante:
—Creí que tú también la considerabas mi amante. Por tanto, es un descubrimiento que me agrada.
—Yo no soy Penzance en general, soy tu madre; y sé que Evora Brown o es tu esposa o no será nunca nada para ti.
La miró de modo raro. Se puso en pie con brusquedad, y de pronto se alejó. Al rato regresó y volvió a sentarse junto a lady Magda que lo miraba expectante.
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