CAPÍTULO lX
Se hallaba enfundada en un elegante modelo de noche cuando lady Magda penetró en el salón. Saludó amablemente y se sentó. Evora respiró con amplitud. ¿Iba a presenciar ella sola su exhibición? Así parecía, dado que la puerta fue cerrada tras la dama, y ésta dijo cortésmente:
—Puede empezar, señorita Brown.
Y Evora paseó el salón de un lado a otro, con el corazón temblando.
La elegante dama fumaba un aromático cigarrillo, la observaba y al mismo tiempo hablaba con acento encantador.
—Indudablemente, señorita Brown, tiene usted empaque de gran modelo. No me explico cómo puede acomodarse a una ciudad insignificante. ¿Ha pensado en lo que le dije?
Evora comprendió que ése y no otro era el objeto de aquella exhibición. Intuyó que a lady Magda lo que menos le importaban eran los modelos que ella lucía uno tras otro. Apenas si les prestaba atención. Tenía razón Ruth: pretendían quitarla de en medio sin duda alguna. Pero, ¿por qué no convencían al hijo?
—Conozco a un modisto en Londres que la ayudará a subir —continuaba diciendo la dama, con el mismo tono cortés—. Porque usted es muy joven, ¿verdad?
—Veinte años.
—¡Dios mío! Y teniendo esa edad se pasa usted la vida en Penzance... Es inconcebible.
—Tengo aquí un piso propio. Me lo legó una tía al morir.
—¡Oh! Eso es fácil. Véndalo usted. Ya le dije que me es usted simpática. Puedo ordenar a mi administrador que venda su piso...
¡Qué empeño! Pues no, no se saldría con la suya. Ella nunca atacaría a Curk, pero tampoco huiría de él. ¡Oh, no!
—¿Qué le parece?
—Pues...
—En Londres los horizontes son ilimitados, y para una muchacha hermosa y joven...
—Se olvida usted, milady, de que ya viví en Londres muchos años. Sólo hace seis meses que estoy aquí.
—Por eso mismo.
Exhibía el último modelo y se lo quitaba tras el biombo. No respondió. Se vistió y salió al centro del salón, poniéndose el abrigo. Lady Magda la contemplaba pensativa.
—Piense en lo que le he dicho, señorita Brown. Me será grato ayudarla. Por la venta del piso no se preocupe.
—Lo pensaré, milady. Es usted muy amable.
—¡Oh, no! Me gusta ayudar a la juventud. ¡Se puede aspirar a tan poco en Penzance! —Evora se inclinó ante ella y dijo:
—Si no me necesita para nada más, milady...
—No, claro. Mañana hablaré con madame.
—Así se lo diré. Buenas noches.
Inclinó la cabeza y salió sin apresurarse. La misma doncella la acompañó hasta la puerta, y cuando se vio en el parque, aspiró con amplitud y atravesó la plaza casi corriendo.
Ruth salió a su encuentro y casi tropezaron una con otra.
—¡Oh! —exclamó Evora, tomando aliento.
—¡Oh! —la imitó Ruth, nerviosa—. ¿Qué pasó?
—Vamos.
Y asiendo el brazo de Ruth, tiró de ella. Y seguidamente refirió lo ocurrido. —¿Y dices que estaba sola?
—Completamente.
—Ni su hijo ni su esposo...
—Nadie.
—¡Qué extraño! O sea, que sólo trató de persuadirte para que dejes Penzance.
—Exacto.
—Y tú...
—¡No!
Ruth se detuvo en seco y la contempló escrutadoramente,
—Evora, ¿no sería mejor...?
—¡No! —cortó—. ¡No! No ato a Curk. Sólo deseo su felicidad. Que se la dé yo u otra mujer... no me importa.
—No comprendo tu amor.
—Pero huir de él... —siguió Evora, haciendo caso omiso de la interrupción.
—¿Qué clase de amor es el tuyo?
—Es amor, Ruth—dijo, con desaliento—Verdadero amor. Quiero que Curk sea feliz. Si puede serlo con Mildred... que se case con ella. Yo...
—¿Qué? ¿Tú, qué?
—No lo sé. Yo soy la mujer que se ve a puerta cerrada. Mildred será la que entre por la puerta grande.
—Y te conformas. ¿Sabes que voy a despreciarte?
—¡Oh, no me importa! Sé que Curk me comprende y nunca me despreciará. Lo que sientas tú, Ruth, ¿qué más da?
Ruth no supo qué decir. No la comprendía. No la comprendería nunca. Echó a andar a su lado, y ambas cruzaron la plaza sumidas en sus propias reflexiones.
La prensa local anunció aquella mañana el regreso de Curk Hayward. Evora lo leyó y dejó el periódico sobre la mesa. Curk se hallaba de nuevo en la ciudad. ¿Qué había meditado durante aquel corto viaje? Esperó todo el día. Curk no llamó a su puerta. Ruth la visitó al anochecer. Indudablemente, conocía la noticia, pero no la mencionó. Lo prefirió así. Aquel asunto era suyo, absolutamente suyo. No tenía que dar cuenta de sus actos a nadie, excepto a Dios, y éste sabía cómo sentía y lo poco que esperaba de sus sentimientos.
Estaba preparada para recibir la noticia de la boda de Curk con Mildred Lawson. No pensaba reprochar ni desfallecer. Admitía lo que fuera como un mandato del destino.
Transcurrieron los días. Iba al trabajo y de éste a su casa. Ruth la invitaba a pasear, o bien a tomar algo en una cafetería. Rechazaba. ¿Para qué atormentarse más? Temía encontrar a Curk en plena calle con Mildred o solo, y sería como una daga candente clavada en pleno pecho.
Pero aquel atardecer la casa se le caía encima, y decidió salir sola a dar un paseo. Necesitaba tomar el aire, respirar a pleno pulmón. Atravesó la avenida y se internó en una calle poco concurrida. Un nutrido grupo de personas se apiñaban ante el Gran Teatro. Se detuvo acuciada por la curiosidad.
—¿Qué hay ahí? —preguntó a una mujer.
—Una velada de gran gala —la informó—. Y esperamos que salgan, porque como todos visten de etiqueta y se adornan con joyas... Una no está habituada a ver estas cosas. ¿No es usted de aquí?
—Lo soy. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque nadie ignora hoy en Penzance que hay esta velada.
—No vivo pendiente de acontecimientos teatrales—. E iba a seguir su camino, pero la mujer la tocó en el brazo.
—Mire, ya salen —indicó, excitada.
En efecto, hombres y mujeres vestidos de etiqueta salían del teatro y se dirigían a sus coches, aparcados a lo largo de la acera.
Evora temió ver lo que no quería e intentó dar la vuelta, pero la mujer exclamó:
—Mire, mire. ¿Ve usted esa pareja? Pues es la pareja de actualidad. Todo el mundo espera los acontecimientos con verdadera ansiedad.
Evora tenía un velo en los ojos. La pareja en cuestión eran Curk y Mildred. El vestía de etiqueta. Estaba más delgado y sus facciones parecían talladas en piedra. Ella, Mildred, aquella afortunada mujer, vestía un suntuoso traje de noche, se adornaba con joyas valiosísimas y cubría sus hombros con una capa recamada de piel.
Le temblaban las piernas y apenas si oyó a la mujer informar, excitada:
—Dicen que se casan. Están prometidos desde hace muchos años. Pero él tiene una amante...
¡Una amante! [Qué fácilmente echaba la gente la lengua a volar! Aquella supuesta amante era ella, y jamás relaciones más puras existieron entre un hombre y una mujer.
Fue apartándose poco a poco. No quería que él la viera. Desde un rincón los vio subir al hermoso automóvil negro, de línea aerodinámica. Y pensó, al emprender el regreso a su casa, que ella siempre sería la otra. Aquella mujer de puertas adentro que jamás tendría derecho a pasear públicamente del brazo de Curk Hayward.
Una lágrima silenciosa se desprendió de sus ojos. La limpió de un manotazo y susurró con velada energía, como si se diera una razón a sí misma, una razón que jamás la convencería, aunque subconscientemente creyera lo contrario.
—Ante todo, su felicidad.
—¿Qué hay?
Sir Lewis restregóse las manos satisfecho y se derrumbó en una butaca, frente a su esposa.
—Todo va bien. Hace cuatro días que regresó de Londres y no fue a verla y, en cambio, se deja ver con Mildred constantemente.
—Eso es alentador.
—Pero no podrá saber nunca que tú has traído aquí a la joven.
—¿Quién puede decírselo?
Sir Lewis refunfuñó:
—¿No has pensado en ella?
—¡Oh, no! Ella no le dirá nada.
—Es lo que me descompone —se agitó el caballero, molesto—, que tanto tú como yo confiemos en el silencio de una aventurera.
—Lewis...
—¿No lo es? ¿No la considera así toda la ciudad?
—Menos tú y yo.
—¡Oh!
—Lewis, querido mío, seamos honrados al menos ante nosotros mismos. Para el mundo será una aventurera, para ti y para mí no lo es.
—Bueno, bueno —rezongó sir Lewis, de mala gana—. Pero...
—Tú la has visitado en su casa, A estas horas ella sabe ya quién es el médico de su tía.
—Por supuesto.
—Yo la hice venir aquí. Quise verla de cerca. Le hice una proposición. No la aceptó. Pero pude apreciar la pureza de su mirada.
—No querrás que Curk olvide su promesa de años para casarse con ella.
—Desde luego que no, Lewis querido. Pero tampoco hundiré a una mujer que merece toda mi admiración.
—¡Magda!
—No quito ni media palabra, Lewis, y bien lo siento, porque hubiera preferido despreciarla. Pero si soy honrada para mí misma, ¿por qué no he de serlo para juzgar al prójimo?
—¿Y qué podemos hacer?
—Nada. Ya te lo dije. Esperar los acontecimientos. Si Curk nos anuncia que piensa casarse en fecha fija, me sentiré felicísima, pero si no lo anuncia...
—¿Qué?
—No lo sé. No podré nunca oponerme a sus sentimientos. Y Curk, Lewis, es un hombre honrado.
En aquel instante se oyeron los pasos de Curk. Marido y mujer se miraron indecisos.
Curk entró y saludó con una sonrisa afable.
—Empieza la primavera —dijo, sentándose en una butaca—. Detesto el invierno.
Era una expresión trivial, a la que lord y lady Hayward no hicieron objeciones.
Curk añadió:
—¿No vais a la finca este año? Respondió lady Magda:
—¿Quién piensa en eso todavía? ¿Los Lawson no van? —Observó que el rostro de Curk se contraía, pero la voz fue normal al decir:
—No lo he preguntado.
Con pereza, se puso en pie. Dio unas vueltas por la estancia y se aproximó al balcón. Estaba de espaldas a ellos. Empezaba a oscurecer.
Lady Magda hizo una seña a su marido, y éste, dócil, se puso en pie y salió del salón, momento que aprovechó la dama para dirigirse a su hijo en estos términos:
—Esta mañana encontré a Mildred en la salida de misa. Parecía muy contenta.
Curk se volvió y quedó erguido ante su madre. Su rostro parecía tallado en piedra.
—¿Pensáis casaros pronto? —preguntó la dama, con volubilidad.
—No lo he pensado aún.
Lady Magda soltó una risita superficial, como si no diera importancia a nada.
—Pues es hora, ¿no, querido? Su hijo no reía. Parecía más serio que nunca.
—¿Hora para qué? —preguntó, indiferente. La dama se sintió nerviosa. Pero se abstuvo de demostrarlo.
—Para que os caséis.
—¡Ah!
—¿No lo es?
—¿Y se sabe eso acaso? —se inclinó hacia su madre y le besó la mano—. Voy a salir. Aún no he ido al club.
—Creí que ibas a sentarte a mi lado.
—Excúsame, mamá.
—Es que...
—¿Sí?
—¡Oh, nada, nada! Vete, pues.
—Tal vez coma en el club con unos amigos—. Salió. Lady Magda apretó los labios. Sir Lewis entró rezongando:
—Y luego dices que tienes tacto.
—No he tenido mucho —admitió—. Pero tampoco estuve tan falta de él.
—Va a verla, Magda. Estoy seguro.
—Síguelo.
—Nunca.
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