CAPÍTULO VIII
No hablaron de ello en toda la tarde. Pero al hallarse en el saloncito de su casa, solos y ante dos tazas de té, lady Magda desahogó su preocupación.
—Lewis, ¿estás seguro?
—Por supuesto.
—Me roe la inquietud, Lewis. ¡Oh, sí! Yo creí que se trataba de una mujer moderna, arrogante, deslumbradora, de esas mujeres que ciegan a los hombres por una temporada. Y no es eso. Es... todo lo contrario, y Curk es un hombre inteligente y dueño de sí... Lewis, Curk no es un ser voluble. Nunca fue un vicioso ni un mujeriego.
—Lo sé, Magda. Precisamente por eso no sé qué hacer.
Lady Magda cruzó una pierna sobre otra con nerviosismo y la descruzó al instante.
—Tendré que hablar yo con Curk —decidió.
—No irás a decirle que conociste a su amiga.
—No. Abordaré el tema desde otro ángulo, si bien aún ignoro lo que diré, ni qué ángulo elegiré para ello.
—Temo que Curk no te escuche.
La dama suspiró.
—Me escuchará —dijo, pensativa— porque no reñiré con él ni lo forzaré a una réplica pronta, pero haré de forma que descubriré sus verdaderos sentimientos con respecto a esa joven...—Y, angustiada, añadió—: Demasiado joven, escandalosamente joven y bella.
—Estoy pensando, Magda...
—Dime, Lewis...
—¿Y si volviera a su casa y le ofreciera una fortuna? Tal vez la dulce expresión de su rostro no corresponda a su moral.
—Cállate, Lewis, ¿Es que aún no te has dado cuenta de que esa joven es un ser puro? Eso es lo temible, que no se pueda luchar con la pureza, porque ésta siempre saldría por encima de nuestra mezquina oferta. No son los ojos de esa muchacha ponzoñas ofensivas. Ni su boca el relajo de la lujuria. Evora Brown, tal vez sin ella misma darse cuenta, es un temible enemigo para Mildred.
—Y si dejáramos las cosas así, tal vez Curk decida cumplir su palabra sin necesidad de forzarle.
—Es que la cumplirá —dijo la dama, pensativa—. Pero será toda su vida un desgraciado. Lewis, cuando yo te elegí a ti, también estaba prometida. Fue una lucha sorda que sostuve con mis padres. Sufrí mucho, pero seguí el destino de mi camino en la vida.
—¡Magda! —se alteró sir Lewis—. ¿Es que pretendes...?
—¡Oh, no! En modo alguno. Pero Curk no soy yo... Curk es un caballero y conoce la responsabilidad de su palabra. Pero es obvio que renuncia al amor.
—Eres una sentimental, Magda.
—Pienso ir a Carsino mañana.
—¿Vas a hablar con ella?
—Quiero conocerla, sentir su voz, ver de cerca sus ojos. Después hablaré con Curk.
—Si la oyes, si ves de cerca sus ojos, te ocurrirá lo que a Curk, lo que a mí —observó sombríamente el caballero—. Te cautivará y no podrás forzar a Curk. Por eso estoy tan preocupado, Magda. Porque no hay fango en su mirada ni en su voz, porque es auténticamente honrada y sencilla, porque bajo su mirada no hay doblez.
—Y suponiendo, Lewis, que Curk devuelva su palabra a Mildred...
—¡Oh, no! ¡Eso nunca! Aparte de los negocios en común, está la promesa de los Hayward, y tú sabes muy bien lo que eso significa.
—Lo comprendo —admitió, desalentada—. Lo comprendo perfectamente, Lewis.
—Tardará en casarse, lo atrasará todo lo que pueda, pero Curk cumplirá con su deber, aun en contra de sí mismo.
—Es lo que me aflige. Que mi hijo tenga que renunciar a la felicidad y al amor por un deber de conciencia.
—Magda, eres una romántica —reprochó el caballero, dolido.
—Detesto los matrimonios por conveniencia. Además, si bien Curk no es un apasionado, es un hombre cabal y conoce el valor moral de sus semejantes.
—No sé lo que quieres decir.
—Simplemente, que antes de conocer a esa joven, se casaba con Mildred, si no enamorado, consciente de su deber y del aprecio que Mildred le inspiraba. Amando a otra mujer, odiará siempre a la esposa que fue un obstáculo en su felicidad.
—Pues eso no podrás remediarlo.
—Ya veo que no.
Y se quedó ensimismada.
Había poco público en la sala de modas aquella tarde. Evora exhibía un modelo de noche negro, de corte sobrio y elegante. Dio varias vueltas a la sala, sin fijarse en nada. No se dio cuenta de que lady Hayward la observaba detenidamente, pues ni siquiera se había percatado de su presencia. La había visto una vez, a través de una balaustrada, y en lo que menos pensaba Evora en aquel instante era en la madre de Curk. A decir verdad, Evora tenía muy poco en cuenta a los padres de Curk, e incluso a su prometida. Tan sólo pensaba en el hombre, en su nobleza, su rectitud, su gran corazón. Y en lo mucho que había de renunciar en la vida, sólo por el hecho de llevar un nombre ilustre. Ella no amaba a Curk con pasión. Sentía hacia él una ternura indescriptible, un cariño hondo, verdadero, e igualmente lo hubiera querido si Curk fuera un simple oficinista o un portero enfundado en librea. Ella amaba al hombre y por eso costaba renunciar.
Le correspondía exhibir cinco modelos y vestía el quinto (el traje de noche mencionado), cuando pensaba en todo esto. Por eso no se dio cuenta de que lady Mildred hablaba con la encargada de la sala, ni se sobresaltó cuando le ordenaron pasar al probador privado antes de quitarse el modelo.
—Nos complace servir a la ilustre cliente, Evora —le dijo la encargada al oído—. Sea usted amable con ella, la encontrará en el probador. Parece ser que le interesa el modelo que usted luce.
La joven asintió con un movimiento de cabeza y pasó al probador. La dama que la esperaba la miró fijamente y Evora quedó erguida, suspensa, ante los escrutadores ojos de lady Magda.
Estaba sentada en un cómodo sofá. Vestía abrigo de visón, lucía un gracioso sombrerete en la cabeza, y en los dedos enguantados sostenía un aromático cigarrillo.
Evora dio varias vueltas ante ella, sin decir media palabra. La dama sacudió con elegancia la ceniza del cigarrillo y dijo:
—Deténgase, señorita. Ya observé que el traje es encantador. Me lo quedo. ¿Podría usted ayudarme a probarlo?
—Por supuesto.
—No es usted de aquí —observó la dama, al tiempo de quitarse el abrigo.
—He nacido en Londres.
—¿Y trabajó allí de modelo?
Evora asintió con un movimiento de cabeza.
—¡Qué extraño! Habiendo nacido en Londres, se limita usted a estos pobres horizontes. —Y sin que Evora contestase, añadió con indiferencia fingida o estudiada—: Me es usted simpática y observo que tiene soltura. Si desea volver a Londres, le daré una gran carta de recomendación para la mejor casa de modas de la gran urbe.
—Gracias.
Pero no dijo si aceptaba, y lady Magda no se atrevió a insistir. En aquel momento entró la dueña de la casa, y al ver a su ilustre cliente en disposición de probar el modelo, exclamó:
—En modo alguno, milady. Se le enviarán a casa los modelos que usted desee y elegirá los que más le agraden. —Y mirando a Evora, añadió con duro acento—: Milady nunca se prueba aquí los modelos.
—No ha tenido ella la culpa, madame —indicó, suavemente, la aristocrática señora—. He sido yo.
—De todos modos...
—Acepto su ofrecimiento —atajó lady Magda, como si tuviera bien estudiado su papel—. Le agradeceré que me envíe a la señorita...
—Evora Brown —terminó amablemente la dueña.
—Pues bien... Señorita Brown, la espero en mi casa a las ocho en punto de esta tarde.
La pobre Evora estaba tan angustiada que no acertó a responder. Se limitó a inclinar la cabeza, y cuando vio salir a lady Magda, seguida de la obsequiosa madame, se derrumbó en una butaca y ocultó la cara entre las manos con infinito desaliento... ¿La conocía aquella dama? ¿Sabía que ella y su hijo...?
«¡Dios mío! —pensó, desalentada—. ¿Creerá todas las atrocidades que dicen por ahí con respecto a mis relaciones con Curk? Y si es así, ¿qué se propone?»
Madame apareció de nuevo y Evora se puso en pie con presteza.
—Cámbiese, Evora —ordenó—. Váyase a su casa y descanse. A las ocho en punto ha de hallarse usted en la mansión de los Hayward. Allí encontrará usted los modelos que agradan a lady Magda. Una vez los haya exhibido ante nuestra ilustre cliente, puede usted volver a su casa. Miryam irá a recoger los modelos a primera hora de mañana.
Obedeció en silencio, y cuando minutos después salió a la calle, aspiró con fuerza, como si le faltara el aire a sus pulmones.
Ruth la escuchó en silencio. Contemplaba a su amiga con expresión reconcentrada. Evora se preparaba ante el espejo y hablaba a la vez.
—Tendré que mantenerme firme —decía bajo, como dándose ánimos a sí misma—. No podré desfallecer ni un solo instante. He soportado mucho en esta vida. Un poco más, ¿qué importa?
—Tú crees que ella, lady Magda, lo hace adrede.
—Creo que sí. Nunca me fijé en una cliente determinada y no cabe duda que lady Magda presidió los desfiles importantes. Jamás pidió que fuera una modelo al probador.
—Si dices que el caballero que la acompañaba era el que te visitó en tu piso, él le habrá dicho quién eres tú...
—Ya.
—Evora, si pudiera acompañarte...
—No, madame me despediría en el acto, y necesito ese empleo.
—Ella, lady Magda, te ofreció una recomendación.
—Sí.
—Quieren quitarte de en medio a todo trance.
—Lo sé,
—¿Está Curk en Penzance?
—Supongo que ya habrá regresado.
—Y supones, asimismo, que estará presente en el salón donde exhibirás los modelos.
—Eso no lo sé... —Pasó los finos dedos por la frente y se apartó del espejo—. Ya estoy. Son las siete...
—Te acompañaré hasta allí.
—Te lo agradezco.
Salieron juntas. Vestía un modelo de punto, y sobre él un modelo de corte inglés de color gris y blanco. Calzaba altos zapatos. La melena rojiza la peinaba con sencillez, hacia atrás. Estaba muy hermosa. Ruth la contemplaba a hurtadillas, y de pronto dijo:
—De cerca, ¿qué te pareció ella?
—¿Milady?
—Sí.
—No me pareció mala persona. Tiene los mismos rasgos de cara que Curk. Me dio la impresión de que era una mujer noble.
—Sí —admitió Ruth, pensativamente—. Tiene fama de serlo. Pero aquí se trata de su hijo, y los Lawson pertenecen a la familia más ilustre del país. Hace muchos años que ese matrimonio está concertado, lógico es que lo defiendan. Pero no apruebo su modo de proceder. ¿Por qué te atacan a ti?
—Porque soy la parte más débil.
—¿Y eso es nobleza? Todo es un parapeto. A última hora que ataquen a su hijo. Pero temen, ¿sabes? Curk no es hombre que se deje dominar, y...
—Te comprendo —dijo—. Pero cállatelo.
Caminaron en silencio. La altiva mansión de los Hayward se alzaba a pocos metros de ellas. Se detuvieron en seco.
—Evora, valor... No te dejes achicar. Vuelvo para tu casa. Te espero allí.
Empezaba a oscurecer. Las luces de la señorial mansión estaban encendidas. Lucía el palacio como una provocación a la noche. Evora llevó una mano a la frente.
—Estoy... estoy como aturdida —dijo, con un suspiro.
—Ojalá tengas valor para enfrentarte con lo que ocurra.
—¿Crees que ocurrirá algo?
—No creo que te llamen sólo para contemplarte.
—No, yo tampoco lo creo. No vuelvas a casa, Ruth. Espérame aquí. Siéntate en ese banco. Por lo regular, una exhibición particular lleva una hora de tiempo, nada más.
—Está bien, aquí te espero. Y si está Curk y se encuentra en la sala, ¿qué vas a hacer?
—No... no lo sé.
—Mi consejo es que te portes con dignidad.
—Nunca pierdo la dignidad —apuntó Evora a media voz—. Pero aun así, no sé lo que haré. Si me humillan...
—No, no —rió Ruth, tranquilizándola—. Son demasiado correctos todos ellos para humillar a nadie. Aun si fuera la estúpida de Mildred...
Evora se estremeció.
—¿Crees que ella...? —preguntó, asustada.
—No, no lo creo, pero pudiera ser.
—¡Dios mío!
—Evora, suerte. Son las ocho menos diez. Tienes el tiempo justo para atravesar la plaza, entrar en el parque y llamar a la puerta.
—¿Por dónde llamaré?
—Por la principal —exclamó Ruth, enérgicamente—. Que ellos decidan por dónde han de introducirte.
Evora echó a andar. Una densa palidez cubría su semblante.
Llamó a la puerta principal, abrió una doncella uniformada. Evora dio un nombre y el objeto de su visita. La hicieron pasar por aquella misma puerta y la introdujeron en un gran salón.
—Milady la recibirá dentro de unos instantes —dijo la doncella—. Tiene los modelos tras el biombo. Puede ir cambiándose.
Evora Brown obedeció tranquilizada.
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