CAPÍTULO VII
—Creí que te habías ido a Londres—. Curk no respondió. La miraba, y Evora preguntó tímidamente: —¿Por qué me miras así?
Al pronto, no contestó. Seguía mirándola, y había en la expresión de sus ojos una infinita ternura que estremeció a Evora hasta el fondo mismo de su ser. Después, sin dejar de mirarla, se aproximó a ella, le puso una mano en el hombro y dijo, bajo:
—¿Por qué no me lo has dicho?
—¿Decirte qué?
—Que Mildred vino aquí.
—¡Oh!
Y nerviosa, dio la vuelta, se apartó de él y quedó frente a la ventana, de espaldas a Curk. Este avanzó hacia ella y le puso las dos manos en los hombros. Inclinóse hacia ella y su boca rozó el cuello femenino. Fue como si los inflamara una corriente eléctrica. Evora temblaba, y Curk la apretó nerviosamente contra sí. La apretó de tal manera que por un instante la joven perdió la respiración y se estremeció de pies a cabeza.
—Voy a tener que venerarte —dijo Curk, con bronco acento—. Venerarte, sí, como si fueras una reliquia.
—Suéltame, suéltame.
—Sí, sí.
Pero no la soltaba. Nunca había deseado besar ni poseer a Mildred, ni siquiera cuando empezaron sus relaciones. Y en cambio, en aquel instante, hubiera dado media vida por hacer suya a Evora. Pero era un hombre razonable, pensador, y respetaba a aquella chiquilla a la que todos deseaban hundir en el cieno. El no podía ser uno más. Sólo pronunciar una palabra y Evora hubiera sido suya, pero él no podía decir aquella palabra. Tenía que renunciar a Evora, a su ternura, a sus cálidas tertulias, a sus miradas, al sonido suave de su voz... Evora... Sí, pero era... era su deber.
La soltó sin haber rozado sus labios, pues de haberlo hecho ya no tendría voluntad para renunciar a ella.
Se alejó y se hundió en una butaca con las sienes oprimidas entre las manos crispadas.
—Curk —susurró a su lado la voz de niña buena—. Curk, cariño...
—Voy a alejarme de ti —dijo él roncamente, sin mirarla—. Te hace daño mi amistad. Y te venero demasiado para consentir que las malas lenguas se ceben en ti.
—No, Curk. Me hará más daño tu ausencia.
—Cállate, Evora. Prefiero no verte... —Alzó los ojos. La miró fijamente—. ¿Te das cuenta? Tengo mi palabra empeñada. He de casarme, aunque la odie.
—Sí, Curk.
—Es lo que me descompone —gritó—. Tu conformidad.
Una extraña mueca distendió los labios de la joven.
—Curk —y le puso una mano en el hombro—. No estoy conforme, pero tú debes cumplir con tu deber, estás obligado a ello. Pero no dejes de venir a verme. Con oír tu voz, con verte... yo soy feliz.
—Una falsa felicidad.
—Es... un poco de felicidad, mejor que no poseer nada. Aunque sea por la puerta falsa, Curk. Aunque mis vecinos no me saluden en la calle, aunque tu novia me desprecie... Tú no lo haces y es bastante para mí.
—Tu dignidad, Evora...
Y apretó contra su boca las dos manos femeninas. Evora lo envolvió en una tierna mirada.
—Mi dignidad, Curk —dijo bajo—. ¿Qué significa en realidad? Que el mundo entero me desprecie, no me importa. Sólo me interesas tú, y sé que no me despreciarás jamás.
—Te veneraré siempre —soltó sus manos y se puso en pie. Contemplándola pensativo desde su altura, añadió—: Creí que podría ser fiel a mi esposa con los hechos y los pensamientos. Soy un hombre recto, Evora. Lo he sido siempre. Y es lo que me descompone, lo que me empequeñece, lo que me mengua ante mis propios ojos, el hecho de haber perdido mi rectitud. Tendré que fingir y soy enemigo de comedias. Tendré que pertenecer a otra mujer y estaré pensando en este piso y en tu persona. Y no quiero ser un ente falso. Si me caso, Evora —dijo resueltamente—, y tendré que casarme, renunciaré a ti desde el instante que señale la fecha de mi boda. Y... voy a señalarla.
La joven no contestó. Lo miraba quietamente.
—Te tomaría en mis brazos —añadió, retrocediendo hacia la puerta— y te apretaría y no te soltaría jamás. Y te llevaría en mi corazón como una reliquia. Te veneraría, pequeña, pero no puedo.
—Sí, Curk...
—No sé si volveré, muchacha.
—No vuelvas si ello te consuela.
Se agitó cual si lo sacudiera un huracán.
—No me consuela —gritó—, pero te evitaré males mayores. Y he de evitártelos.
Ya estaba en la puerta. Seguía mirándola como si pretendiera llevarla en la retina. Sin dejar de mirarla, abrió la puerta y quedó erguido en el umbral.
—Evora...
—Adiós, Curk.
—Necesitaré tu presencia el resto de mi vida; no sé si podré renunciar a ella...
—Vete —casi suplicó—. Vete pronto, Curk.
El la miró en silencio, por espacio de minutos que a la joven le parecieron siglos. Luego salió casi corriendo.
Por un instante, Evora quedó erguida en mitad de la estancia. Después fue retrocediendo y se dejó caer en el diván con la cara alzada y los ojos secos, muy abiertos.
Transcurrieron los días pesados y monótonos. Por la prensa local supo que Curk Hayward se había ido a Londres...
Aquella tarde se encontró con Ruth a la salida del trabajo. Bajaron juntas la suntuosa calle. Evora, ensimismada en sus propios pensamientos; Ruth, respetando su silencio. Pero de pronto, exclamó:
—Debieras alternar un poco.
—¡Bah!
—No puedes consagrar tu vida a un hombre que va a pertenecer a otra mujer.
—¡Oh, cállate!
—Te aprecio demasiado para callar. ¿Qué filtro te dio Curk Hayward? Y lo curioso es que Curk nunca tuvo en Penzance fama de voluble y mujeriego.
—No lo es.
—Pero destroza tu vida.
—Por favor, Ruth.
—Gustas a los chicos. Yo oigo conversaciones. No te dicen nada porque...
—Lo sé. Pues se equivocan, Ruth —apuntó serenamente—. No soy la amante de Curk. Aún no lo soy. Pero no veas en ello —apuntó con dolorosa sencillez— una virtud que yo no poseo. No soy yo la que renuncio, Ruth, es él; por eso le amo tanto.
—Dios mío, Evora, estás perdida. Nunca podrás amar a otro hombre, y Curk se casará con Mildred Lawson. Al principio te añorará, pero después, la vida de hogar, los hijos, los negocios, sus deberes de esposo y de hombre... te apartarán más y más de su pensamiento, y llegará un día en que serás un dulce pasado en su existencia. Y entretanto, querida, ¿qué será de ti?
—¿Y qué importa? —se agitó—. ¿Qué importa? ¿Acaso crees que lo primero es mi porvenir? No concibo la vida sin Curk.
Ruth se detuvo en seco. Cogió a su amiga por un brazo y acercó su rostro al de ella, como si la conociera en aquel instante y, en vez de ser una mujer, fuera un objeto raro a quien valoraba.
—Oye —dijo tras un titubeo—. Tú estás loca. ¿Sabes lo que dices? ¿Crees que el cielo ha de perdonar tu pecado?
—No pequé. ¿O es pecado amar a un hombre, renunciar a él y consagrarle la vida espiritual que nos queda?
—Evora, te admiro y te desprecio. ¿Comprendes tú esta paradoja?
—No voy a estudiarla, Ruth —dijo, sin alterarse—. Sigamos. La gente nos mira.
—No vayamos a casa, Evora. No podría soportar la soledad de mi alcoba.
De pronto Ruth la asió por el brazo y propuso:
—Vamos a mi piso.
—¡Oh, no! Prefiero pasear.
—¿Y por qué no vamos a una cafetería? Hoy me siento espléndida. Te invito.
—Preferiría...
—Vamos, querida Evora—. La miró fijamente.
—¿Tú no tienes miedo del cieno que me cubre? ¿Tú... crees en mí?
Ruth desvió la mirada, pero dijo resueltamente:
—Sí.
—Entonces, acepto tu invitación.
Cuando Ruth se decidía a invitar a una amiga, lo hacía de modo espléndido. Nada de lugares escondidos ni de media categoría. Por eso aquel atardecer de últimos de invierno, asió a su amiga por un brazo y atravesó la calle. Había muchos automóviles aparcados a lo largo de la avenida, y en aquella cafetería de las más modernas y concurridas de Penzance. A la par de esta cafetería se hallaba el Club Náutico, centro de reunión de los opulentos. Sus terrazas y las de la cafetería colindaban, separadas únicamente por una balaustrada de bronce muy pulido.
Evora y Ruth buscaron una mesa en la terraza de la cafetería, casi rozando aquella balaustrada. Las contemplaron con admiración. Eran bonitas las dos, jóvenes, escandalosamente joven la pelirroja, de elegante atuendo deportivo. Tenía unos ojos que deslumbraban. La otra, Ruth, era también muy bella, pero menos luminosa. Nadie las tomaría por empleadas, si bien se las conocía a ambas, una por ser modelo del Carsino, y otra por trabajar en unas importantes oficinas del Estado.
—Estoy un poco avergonzada —dijo Evora, ruborizándose.
Ruth rió con desenfado.
—¿Por qué? ¡Bah! Algún día hay que salir del cascarón, y tú vives demasiado metida en tu concha.
—Nos miran.
Ruth volvió a reír, y por encima de la mesa buscó los finos dedos de Evora y se los apretó suavemente.
—Evora, es lo que no le perdono a Curk Hayward, que te visite en tu piso, que no se esconda para hacerlo, y luego no te exhiba en público. ¿Qué significas para él?
—No hables de eso. Por esta tarde olvidémoslo. Pero si ello te consuela, te diré que Curk siente por mí lo que yo siento por él.
—Pero se va a casar con otra.
—Tú sabes mejor que yo desde cuándo está prometido a esa mujer.
Un auto se detuvo en aquel instante ante las escalinatas del club. Descendió una dama y un caballero. Ruth le tocó en el brazo a su amiga.
—Ahí los tienes.
—¿Quiénes?
—Los padres de Curk. Y él te mira. ¡Caray! Y dice algo al oído de su esposa. Y lady Magda te mira a la vez. Estoy segura que te reconoce como modelo de Carsino.
Evora alzó los ojos y una densa palidez cubrió su semblante. Encontróse con los ojos de aquel caballero... Por un instante no supo qué hacer ni qué decir. Desvió la mirada como aturdida y quedó ensimismada.
Aquel hombre... el médico que atendió a su tía...
—Evora...
—¿Qué?
—¿Qué te ocurre?
—Nada. Dices que es el padre de Curk...
—Desde luego. Y la dama que le acompaña es lady Magda, su esposa.
—Comprendo.
—¿En qué piensas?
No respondió. Tomaba a pequeños sorbos el combinado. Sentía sobre sí la aguda mirada de lady Magda, que, sentada al otro lado de la balaustrada, conversaba en voz baja con... el médico de su tía.
¿Por qué había ido aquél hombre a su casa, revestido de una personalidad que no le correspondía? ¿Sólo por el deseo de conocerla? ¿Y con qué fin? Primero Mildred, después... La acosaban. Iba a odiarlos a todos. ¡Si Curk lo supiese! Pero Curk no sabría nunca que su padre había descendido hasta ir a su casa. ¡Oh, no! No lo sabría jamás.
—Evora...
—Vámonos, Ruth.
—Claro que no. Pagamos por estar aquí, y no poco, ¿sabes? Eres mi invitada.
—Si bien nunca debiste traerme a este lugar —dijo bajo, reprobadora—. Hay otros muchos donde una pasa inadvertida.
—Al diablo ellos, querida mía. ¿Es que además de soportar las vejaciones de tus vecinos vas a ocultarte como una ladrona?
—Eres muy buena, Ruth, pero... Yo no he nacido para exhibirme en estos lugares.
Se puso en pie y Ruth, malhumorada, hubo de imitarla. Dejó un billete sobre la mesa y ambas descendieron hacia la calle seguidas por muchos ojos masculinos. Evora sentía arder su espalda. Estaba segura de que lady Magda y sir Lewis la seguían con la mirada.
Nerviosa, asió el brazo de su amiga y juntas desaparecieron en la calle, confundiéndose con los transeúntes, que a aquella hora la paseaban de arriba a abajo.
—Pronto llegará el calor, Evora. Y aquí se reúne lo mejorcito de Inglaterra. Es un centro de veraneo bastante apacible, y los ricos lo buscan para descansar. ¿Sabes por qué te digo todo esto? Porque vendrá un hombre que el destino te tiene reservado y olvidarás a Curk.
Una triste sonrisa curvó los labios seductores de Evora.
—¡Olvidar a Curk! —susurró, incrédula—. No lo creo posible, Ruth. Di que él me olvidará a mí. Pero yo a él... ¡Lo considero tan imposible!
—¡Dios de Dios! —rezongó Ruth, malhumorada—. Cada vez odio más a Curk Hayward.
Evora no contestó. Miraba a lo lejos con nostalgia.
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