jueves, 2 de diciembre de 2010

NOVELA: Aventurera Capitulo V


CAPÍTULO V

Sir Lawson parecía muy enojado. Lewis lo apaciguó, prometiendo hablar de ello con Curk.
—Como comprenderás —decía sir Lawson, rojo por la indignación—, es absurdo que a estas alturas tu hijo ande liado con una mujerzuela. Por otra parte, hace justamente diez años que tú y yo concertamos esa boda. Los chicos tienen edad para casarse, ¿no? Pues a ello, diablos.
—Bueno, bueno —apaciguó cachazudo sir Lewis—, no hay por qué tomarlo tan en serio. Después de todo, los jóvenes necesitan una temporada de esparcimiento. Curk siempre fue un hombre sensato, tú lo sabes.
—Por eso mismo —bramó el padre de Mildred— me desquicia que a sus años haya perdido el juicio por una menor.
—Una menor que carece de familia.
—¿Y encuentras eso decente?
—Hombre, ten en cuenta que a los muchachos les entusiasma hacer de protectores. Curk, en el fondo, es un sentimental. No me gusta forzarlo. ¿Comprendes? Prefiero que se dé cuenta por sí mismo de lo equivocado que está.
—Y entretanto, todo el mundo murmura. Y mi hija en ridículo.
—Bueno, bueno, ya probaremos la forma de arreglarlo.
—¿Por qué no le hablas tú?
Sir Lewis se guardó muy bien de decir que ya lo había hecho y que no había sacado nada en limpio, pues Curk se limitó a oírle, y días después supo que continuaba visitando a la aventurera como siempre. Si dijera todo esto a su amigo, éste saltaría como un cohete, y prefería apaciguarlo con buenas palabras. Luego hablaría a Curk y éste tendría que escucharle.
—Lo haré —dijo con su habitual diplomacia—. Claro que lo haré.
—Yo creo que debiéramos adelantar la fecha de la boda.
—¡Hum!
—¿Qué pasa? ¿No te agrada la idea?
—Verás, Walter, Curk no es un niño. Sabe muy bien lo que se hace. Si yo le fuerzo... Me comprendes, ¿no?
—Por supuesto que no —bramó el padre de Mildred—. ¿Qué reparos pones ahora a una boda que siempre pensamos realizar con satisfacción?
Sir Lewis palmeó la espalda de su amigo, diciendo:
—No te pongas así, Walter. Naturalmente que deseo esa boda tanto como tú, y Curk la desea más que nadie, pero ¡diantre!, le gusta echar una canita al aire. Vamos a ver —añadió persuasivo, con malicia—. ¿Tú nunca has echado una canita al aire? Mira que recuerdo a aquella cupletista española...
—Bueno, bueno —rezongó sir Walter, mirando temeroso a un lado y a otro—. Aquello... ¡ejem!, sólo lo supimos tú y yo.
—Si has sido un pecador, sé justo y disculpa a los demás pecadores.
—Ve a decirle eso a mi hija.
—Es verdad —convino—. Bueno, te prometo que hablaré hoy mismo con Curk.
—Estimo que la boda debe celebrarse antes del invierno próximo. Por ejemplo, a principios de este verano que se avecina.
—Yo creo que hace demasiado calor en el verano —objetó cauteloso sir Lewis, pues conocía a su hijo y sabía lo que detestaba las imposiciones.
—Me casé en agosto —bramó sir Walter. El padre de Curk puso expresión inocente.
—¿Y no sentiste mucho calor?
—¡Lewis! —refunfuñó sir Walter—. No seas memo.
—Ni memo ni nada. Yo recuerdo que pensaba casarme en junio, y Magda dispuso que lo hiciéramos en enero. ¡Diantre, el frío es invitador!
—Al diablo, al diablo tus razonamientos.
—¿No crees que la fecha de la boda debieran acordarla ellos y no nosotros?
—Tú habla con Curk y dile, ordénale, que deje a esa aventurera.
—Lo haré así.
Y cuando se dirigía a su casa, pensaba que abordar el tema no iba a ser difícil, pero convencer a Curk lo iba a ser mucho, ¿Y si fuera a ver a Evora Brown? Una buena idea, casi luminosa. Eso es, hablaría con Curk y luego...


—Me dijo tu secretario que me esperabas.
—Sí, sí. Pasa y toma asiento.
—¿Alguna reunión comercial?
—No, claro.
Curk enarcó una ceja. Era lo bastante observador para darse cuenta de que su padre estaba nervioso. Y el hecho de desear hablarle en la oficina y no en su casa era muy significativo. ¿De nuevo Evora? Se dispuso a escucharle. Curk era un hombre calmo, de mucha flema, y no le asustaban los sermones paternos. A decir verdad, su padre nunca le hizo reproche alguno, excepto desde que conoció a Evora.
—Curk...
—Te escucho, papá.
Sir Lewis titubeó. Se hallaba sentado tras la mesa y aplastó las manos en el tablero como si pretendiera dar una tregua a su pensamiento. Y Curk, que lo comprendió así, no le interrumpió. Calmoso, encendió un cigarrillo y fumó con fruición.
—Hace diez años que estás prometido a Mildred, Curk.
Vamos, era de Mildred y no de Evora, de quien iba a hablar. Esperó. Sir Lewis añadió:
—Ya no eres un niño, Curk, lo que indica que no existe obstáculo alguno que impida la realización de esa boda.
—Nunca me he negado a casarme con la mujer que tú me has elegido para esposa —replicó con mucha calma—. ¿A qué fin deseas ahora precipitar los acontecimientos?
—Es que no eres un niño.
—Tampoco un viejo —objetó Curk, con flema—. Si mal no recuerdo, te oí decir muchas veces que tú te casaste a los treinta y cuatro.
—¡Oh! —se sofocó el caballero—. Yo... Bueno, yo no tenía el porvenir tan resuelto como tú. Has de saber que mi padre vivió de sus rentas y como éstas no eran muy cuantiosas, nosotros, los hijos, hubimos de buscar nuestro porvenir. Mi padre siempre tuvo a menos trabajar. Yo salí de Londres con un pequeño legado que me dejó mi tía madrina al morir y me vine aquí. Empleé mi dinero en acciones de las minas y en la flota pesquera.
—Y te hiciste rico.
—Eso es. Por ello no pude pensar en casarme hasta que afiancé mi posición.
Curk se echó a reír sarcástico, y adujo un sí es o no burlón:
—Y te casaste con la hija del principal accionista de las minas.
Sir Lewis se ruborizó. Por eso temía hablar con su hijo, porque no ignoraba que siempre salía él perdiendo. ¡Demonio de Curk!
—Bueno —rezongó—. Yo quise mucho a tu madre.
—Nunca lo dudé, papá.
—Nos apartamos de la cuestión.
—¿Había alguna cuestión particular de que tratar? —preguntó, flemático.
Sir Lewis se agitó. Malhumorado, dijo:
—Tu boda.
—Háblame de ello en otra ocasión, papá —observó poniéndose en pie—. Precisamente a las siete tengo una reunión en mi despacho. Se trata de un exportador de pescado. Nos conviene estudiar su oferta. En cuanto a mi matrimonio, creo, sin lugar a dudas, que lo más lógico es que lo tratemos Mildred y yo.
—Muchacho, espera un instante.
—¿No hemos terminado, papá?
Le descomponía aquella superioridad de Curk, pero reconocía que la merecía. Curk era un hombre listo, no sólo para llevar a buen fin su vida particular, sino para realizar un buen negocio donde otro fracasaba. Era, por decirlo así, el eje y timón de la compañía, sin él, todo hubiera ido muy mal. Y en cuanto a forzarlo, era contraproducente. No era Curk de los hombres que se dejaban dominar, y mucho menos gobernar.
—Yo creo que debéis pensar en ello —adujo, dominando su enojo—. Habla con Mildred... Tía Peti...
—¡Oh! No me hables de esa maniática. Sin haber señalado la fecha de la boda, ya nos hizo el regalo.
—Tía Peti es muy romántica.
Curk ya estaba en la puerta con la mano en el pomo.
—Yo no lo soy, papá. Y detesto los sentimentalismos de las viejas solteronas.
—Hay que ser humano, muchacho.
—Siento serlo tan poco. Hasta la noche, papá.
Lo dejó ir y consultó el reloj. Estaba decidido. Se puso en pie. Eran las ocho en punto. Iría y le ofrecería a aquella aventurera llamada Evora Brown, un cheque por valor... Bueno, ya señalaría la cifra cuando la tuviera delante. Era seguro que ella preferiría el cheque a la incierta aventura con su hijo.
Una vez se cercioró de que Curk, en efecto, tenía una reunión comercial, alcanzó el sombrero y el gabán y se lanzó a la calle.


Había comido ya. Le agradaba hacerlo temprano. De esa forma, si Curk iba a verla, nunca tenía prisa en que se fuera. Claro que, por tener a Curk a su lado, hubiera permanecido a dieta todo el día.
Recogió el servicio y se dirigió a la salita con una labor de punto en las manos. Habitualmente, la portera subía todas las tardes a hacerle la limpieza del piso, pero hacía una semana que se excusaba. ¡Qué iba a hacer! Presentía que todo se debía a su amistad con Curk. Antes, todos los vecinos la saludaban al pasar a su lado. Ahora la ignoraban cuando se encontraban en la escalera o en el ascensor. No podía reprochárselo ni renunciar a la preciosa amistad de Curk.
Iba aquí en sus pensamientos, cuando sonó el timbre. No era Curk. Conocía su forma de llamar. Un toque suave, corto y otro vibrante y prolongado. Se puso en pie y atravesó la salita y luego el pasillo. Abrió la puerta. Un señor entrado en años, de porte elegante y gallardo, la contemplaba con curiosidad. Al pronto, no supo qué decir. Por supuesto, no le conocía. Conocía a muy poca gente en aquella ciudad. Además, no era curiosa. Nunca le interesaba nada, excepto ella misma y Curk.
—¿La señorita Evora Brown? —preguntó el caballero, muy cortés.
—Yo soy.
—¡Oh!
Y con la exclamación, se quedó mirándola embobado. De súbito, no supo qué decir, pues se encontró ridículo. ¿Era aquella criatura, de dulces y melancólicos ojos, la aventurera que acaparaba la atención de su hijo? Pero si era una chiquilla.
—¿En qué le puedo servir, señor? — preguntó Evora tan suavemente como le era característico.
—   Pues... —No podía decir, de pronto, el objeto de su visita. Tenía que sondearla, observarla, analizarla—. Fui médico de su tía... Pasaba por aquí...
—Pase usted —ofreció ella—. No se quede en la puerta.
—Gracias—. Y pasó.
—Por aquí —invitó Evora, un tanto desconcertada, y al llegar a la salita, pidió—: Tome asiento.
Así lo hizo. Sir Lewis estaba más nervioso que sereno. ¡Diantre! El no esperaba hallarse con aquella criatura. No creía atreverse a ofrecerle dinero. Es más, no creía posible poder descubrir su personalidad. ¿Qué diría Curk si lo sabía? Había sido un estúpido dando aquel paso. Pero como ya estaba iniciado, había que salir de él del mejor modo posible.
—Dice usted que era médico de mi tía.
—Eso es. Fuimos buenos amigos.
—Apenas la conocí —observó Evora, con su habitual dulzura—. Me legó esta casa y una pequeña renta. Fue muy buena conmigo.
—¿Dónde vivía usted antes?
—En Londres. Quedé huérfana muy joven.
—¡Oh!
—Una se habitúa a la soledad.
—Pero no es consoladora.
—Por supuesto que no, si bien hay que amoldarse.
—¿No tiene novio?
—No.
—Creí que un muchacho de aquí...
—No —cortó—. No tengo novio.
Sir Lewis no supo qué decir. Empezó a hablar del tiempo y de las pocas diversiones de la ciudad. Y cuando quiso darse cuenta, había transcurrido una hora y estaba hablando con aquella bonita criatura como si la conociese de toda la vida.
Consultó el reloj y se puso en pie aceleradamente, al mismo tiempo que se excusaba. Se despidió sin dar su nombre, y Evora quedó en la puerta desconcertada, sin saber qué pensar. ¡Qué hombre más extraño! ¿A qué había ido en realidad?
Alzóse de hombros. Pronto llegaría Curk. Haría un poco de té.

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