viernes, 29 de octubre de 2010

NOVELA: Aventurera Capitulo lll





CAPÍTULO lll

Curk entró en la casa como en la suya propia. Se quitó el gabán y lo tiró sobre una butaca. Luego se acercó a la pequeña chimenea y extendió las dos manos.
—Es una tarde infernal —exclamó—. ¿Hace mucho que has llegado?
—Una hora.
Con las piernas un poco abiertas y las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, Curk la contempló apreciativo. Gustaba de aquella quietud. Era grato el ambiente humilde, distinto al suyo. Grata la silueta grácil de Evora, que nunca se alteraba. ¿Por qué no podría ser Mildred como ella? Mildred sólo sabía hablar de trajes, de joyas, gentes y fiestas. Evora nunca hablaba mucho. Escuchaba. Sabía escuchar, y era consolador encontrar una persona así.
—¿Me has echado de menos? —le preguntó, sin cambiar de postura.
—Sí.
—Querida...
Y fue a sentarse a su lado, tomó las manos de Evora entre las dos suyas y las oprimió cálidamente. Después las llevó a los labios y la besó repetidas veces en la fría palma.
—Querida —murmuró—. Querida Evora...
Ella rescató sus manos. Estaba pálida y temblorosa y tenía que hacer grandes esfuerzos para no echarse en sus brazos. Evora no era una chica de experiencia, como Ruth. No le enseñaron de la vida la parte falsa. Su madre fue una mujer inocente y buena, quiso a su padre y murió. No hubo en su vida más emociones que el nacimiento de su hija, los éxitos de su esposo como periodista y un hogar que cuidaba con la suavidad de su temperamento. E hizo de Evora una mujercita como ella. Lástima que muriera pronto, pues tal vez, al ver a su hija en el borde de la caída la hubiera retenido. Y se murió sin haberle advertido de que existían aquellos peligros.
Evora creía en Dios y en el amor. Sólo en esas dos cosas. Dios para ella era lo primero, y luego el amor. Y como éste era sincero, lo consideraba un don del cielo, nunca un pecado. Por eso amaba a Curk y lo admitía en su hogar, y habría aceptado una proposición de intimidad, si Curk se la hacía. Pero Curk nunca se lo había propuesto. Eso era lo extraño. Que Curk fuera a su casa todos los días y no le hiciera ninguna indicación en ese sentido.
—He trabajado mucho estos días —dijo él de pronto, soltando las manos femeninas y echando la cabeza sobre el respaldo del diván—. Me siento rendido.
—¿Quieres que te prepare algo?
—¿Lo harás?
—Claro ¿Una taza de té?
—Sí, querida.
La vio moverse por la estancia. Era grácil y bonita, suave... ¡Tan suave! ¡Tan distinta a todas las chicas! Bueno, tenía que dejar de pensar en ello. El iba allí... ¿A qué iba en realidad? Apretó los labios.
—Toma—dijo ella.
Y le alargó una taza de té.
La bebió con satisfacción. Después habló de sus cosas. No podía hablar de ellas con todo el mundo. Con Mildred, por supuesto que no. Mildred era una mujer frívola.
—Tendré que ir a Londres uno de estos días —decía en aquel instante—. Asuntos de negocios. ¿Qué te traigo?
—¡Oh, nada! Por mí no te preocupes.
La miró, pensativo.
—Pues me preocupo. Eres como un eslabón prendido a mi vida. Una cadena que va colgada a mi cuello.
Siempre le decía aquellas cosas, pero luego hablaba de otras con la misma precipitación. Ella hubiera querido que le hablara de su próximo matrimonio, de Mildred, de todo aquello que era su vida. Pero Curk jamás había dicho que estaba prometido, y ella no se lo preguntaba. ¿Decirle que Mildred había estado allí? ¡Oh, no! ¡Nunca!
Estuvo a su lado hasta las once. Al marchar le besó las manos. La miró de aquel modo desconcertante, pero se fue. Y ella quedó muy sola. Muy triste. Para él, ella era un entretenimiento, pero se conformaba con ser eso. No podía aspirar a nada más.


El Jaguar se perdía en la calle. La ribera, débilmente iluminada, se quedaba lejos.
Curk, con las manos apretadas en el volante, pensaba. No lo hacía muchas veces. Era hombre que tenía un lema en la vida. Dejarse ir, no pensar en el mañana. Además ¿no estaba claro aquel mañana de su vida? ¡Oh, sí! Tan claro como la limpidez de la mirada de Evora.
Él era un hombre honrado. Pero no reparaba en correr una aventura cuando ésta se le presentaba. En Evora creyó ver aquella aventura. ¡Una tentadora aventura! Pero no. No era una aventura. Era una amistad naciente que le hacía bien. Al principio, cuando la conoció, le pareció tan bella que no dudó en afianzar la amistad. Y empezó a ir a su casa. ¿Sólo por charlar, por verla? No, por cierto. El no era hombre que jugase a entretener jovencitas. Fue con un propósito, y aún lo tenía. Y no lo ponía en práctica por escrúpulo de conciencia, sino porque no podía. Cuando estaba a su lado, le repugnaba destrozar aquella amistad espiritual. Creyó que podría ser una tibia pasión. No lo era. Poco a poco, aquella amistad se convirtió en una necesidad espiritual, pero no era necesidad del cuerpo. Era lo más extraño.
Bueno, un día tendría que decirle que estaba prometido, y Evora estallaría al fin. Después de todo, era una mujer como todas, y tal vez pensaba que él podía casarse con ella. ¡Un fastidio! El se casaría con Mildred y tal vez después... ¿Por qué no? No amaba a Mildred. Era como un deber, pero nada más. Mildred aportaría al matrimonio una gran fortuna y un buen nombre. Y además, estaba empeñada su palabra. Y su palabra era algo muy serio. Después, cuando Mildred fuera su esposa, quizá... ¿Por qué no? Evora se convertiría en su amante. Sí, eso sería, y así su vida dejaría de ser aquel pasaje monótono que a veces le aburría. Evora supondría en su existencia una gran emoción. Tal vez se casara pronto, o quizá no. Bueno, ya lo vería.
Cuando vio a Mildred a la tarde siguiente, le dijo:
—Tendré que ir a Londres.
—¿Solo?
La pregunta lo desconcertó. —¿Con quién, pues?
—¡Oh, no sé!
—¡Qué pregunta más rara, Mildred!
—Perdona.
—¿No puedes aclararla?
—Pues...
—Te lo ruego.
—Bueno —saltó Mildred, con violencia—. No te sostengas tan firme y ecuánime. Ya sé que tienes una amante.
Curk no esperaba semejante cosa y se quedó desconcertado. Cuando reaccionó, sintió asco hacia Mildred.
—¿Y teniendo una amante, lo toleras?—dijo, áspero.
—Es la vida, ¿no?
—¡Mildred!
—Bueno —se aturdió—. Prefiero que no la tengas. ¿La tienes?
Por toda respuesta, él dijo indiferente:
—Te traeré de Londres un bibelot.
Mildred mordióse los labios y no dijo nada. Iban hacia una casa de modas, donde Mildred pensaba elegir unos modelos. Había anunciado un gran desfile. A Curk le cansaba todo aquello, pero de vez en cuando tenía que complacer a su prometida. Así pues, entró en la sala cogiendo el brazo de su novia. Había allí otros hombres con sus esposas, hermanas o novias. Curk sentóse junto a Mildred y empezó el desfile. Se quedó envarado. La primera en salir con un soberbio traje de noche fue Evora. No se fijó en la mirada que Mildred lanzaba, primero sobre Evora y luego sobre él. Estaba como ensimismado, con un pitillo en la boca y los párpados entrecerrados.
Ignoraba que Evora fuera modelo. A decir verdad, lo ignoraba todo acerca de Evora. Le pareció curioso y, al mismo tiempo, se dijo que no tenía por qué saber gran cosa de aquella dulce jovencita, que en traje de noche parecía una espléndida mujer...
Ella, Evora, lanzó sobre él una breve mirada y siguió exhibiéndose. Mildred le tocó en el hombro y dijo soberbia:
—Quiero ese modelo. El que lleva la pelirroja.—Miró el programa—. Se llama...
Con la mayor indiferencia, dijo Curk:
—No te sentará bien. Ella es más delgada y más baja que tú…
Mildred mordióse los labios e insistió:
—Quiero ése.
Y al mismo tiempo, Curk pensaba que aquella noche tendría que decirle a Evora que estaba prometido.


Entró como todos los días. Evora le sonrió también como todos los días y, como todos los días, Curk se quitó el gabán, lo tiró sobre una silla y se quedó ante ella con las piernas abiertas y contemplándola indefiniblemente. La joven sostuvo aquella mirada sin parpadear. La suya era, como siempre, suave y melancólica. Y por primera vez, Curk se preguntó si estaba haciendo daño a aquella criatura.
—Evora, ¿no tienes ningún reproche que hacerme? —inquirió pausadamente.
—¿Reproche?
Curk depuso su postura contemplativa y se derrumbó en una butaca junto a ella. Cruzó las piernas, levantando un poco las rodillas y apoyando los codos en éstas y la barbilla en los puños cerrados uno sobre otro. La miró fijamente.
—Evora, yo ignoraba que tú fueras modelo y prestaras tus servicios en Carsino.
Ella pensó: «¿Y qué sabes de mí, en realidad?».
Pero en voz alta no dijo nada. Esperó.
Exquisita, muda y quieta, parecía una criatura en espera de una golosina. Curk pensó, por segunda vez en aquella tarde, que era doloroso hacer daño a aquella criatura. Pero él se lo estaba haciendo.
—Me viste con una mujer, Evora, ¿No tienes nada que decirme?
—¿Y por qué he de decírtelo? —preguntó, bajo—. ¿Tengo algún derecho sobre ti?
—Me pregunto, Evora, qué harías si fueses mi prometida y supieras que tengo una amiga íntima.
—Según la clase de amiga que fuera, Curk, y según lo que tú consideres por intimidad.
—Sin límites.
Evora suspiró y dijo resueltamente: —Te dejaría, Curk.
—¿Sin reproches?
—¿Y por qué había de hacértelos? Al amor no se le puede forzar. Si tuvieras una amiga íntima, si a su lado hallabas lo que yo no tenía, ¿por qué había de reprocharte ni retenerte? El amor para mí, Curk, es algo muy grande. Muy puro, muy... Bueno—se ruborizó—. Estimo que es un sentimiento que no se debe forzar. Y considero, asimismo, que el verdadero amor no es disfrutar de él, sino hacer que lo disfrute el ser amado. Es una renuncia constante y yo... sabría renunciar, si con mi renuncia hallaba el ser amado la comprensión y la felicidad.
La contemplaba, absorto.
—Me asombras, muchacha. ¿Sientes así?
—Sí.
Curk se puso en pie con presteza y la contempló analítico desde su altura.
—¿Lo sabías? —preguntó bajo.
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Casi desde que te conocí —replicó con naturalidad.
Curk alzó una ceja. ¡Extraordinaria joven! ¿Tenía algún propósito definido?
—Bueno —se calmó—. ¿Y qué?
—¿Qué qué, Curk?
—¿No tienes nada que decir?
—No, nada.
Curk se sentó de nuevo, esta vez con impaciencia. Hacía varios meses que conocía y trataba a Evora Brown y no la conoció de veras hasta aquel instante.
—Muchacha —dijo de pronto, con voz un tanto alterada—, eres inteligente. Aunque no estás adiestrada en la vida, sabes de ésta lo bastante para darte cuenta de que tu reputación se tambalea. Cierto es que aquí, en Penzance, no te conoce mucha gente, pero no es menos cierto que tus compañeras de trabajo conocen a mi prometida y me conocen a mí, y saben que te visito en tu casa.
Calló. Esperaba tal vez que ella le interrumpiera, pero Evora seguía mirándolo y no decía nada.
—¿No crees, Evora querida, que mi amistad te perjudica?
—Si tú eres feliz viniendo aquí, Curk, no temo a nada ni a nadie.
Curk volvió a ponerse en pie con precipitación. De pronto se encontraba mezquino. Con rudeza, dijo:
—Pueden creer que eres mi amante.
—Aunque lo fuera, Curk, si tú eres feliz...
—¡Cállate! ¡Oh, cállate!
Y violento, enojado consigo mismo, dio la vuelta, cogió el gabán y el sombrero y gruñó:
—Es tarde. Hasta otro día, Evora—. La joven se puso en pie y se quedó mirándolo con expresión reconcentrada.
—Buenas noches, Curk —dijo, suavemente.
Curk salió con precipitación.
No volvió a aquella casa en toda la semana.

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