CAPÍTULO ll
—¿Qué hay?
Y Ruth se tendió en el sofá cuan larga era, al tiempo de hacer la trivial pregunta.
—¿No ha venido tu aristócrata?
Evora alzóse de hombros sin responder. Se hallaba hundida en una butaca y tenía las piernas cruzadas una sobre otra, balanceaba un pie, y entre los labios tenía, un cigarrillo.
Ruth se incorporó sobre un codo y la contempló fijamente.
—¿Ha venido o no?
—No ha venido.
Ruth se sentó de golpe y quedó con las piernas encogidas y el busto tenso. Era una muchacha de unos veinticinco años, aunque aparentaba menos. Rubia, de ojos azules, reidores, alegres. Trabajaba en una oficina y vivía de pensión en el piso superior de Evora. Había hecho amistad con ésta casi a raíz de la llegada de Evora a Penzance. Había unos años de diferencia en la edad, pero eso no era obstáculo para que se apreciaran de veras. Ruth, siempre que podía, y podía a todas horas que tenía libres lejos de la oficina, bajaba al piso de Evora.
Por tanto, conocía su amistad con Curk Hayward, y no le agradaba.
—No ha venido —repitió Ruth, desdeñosa—. Mejor para ti. —Y con rabia—: ¿Sabes que detesto a ese hombre?
Evora no se inquietó. Con serena voz, aquella voz queda, profunda y seria, replicó con sencillez:
—Yo le amo.
Ruth exclamó, malhumorada:
—¿Eres tonta, Evora? ¿O te haces? ¿Qué esperas de ese hombre? Tú no le conoces bien. Pero yo nací y viví aquí. Sé de todos los habitantes. Hasta los planes que tiene cada cual, y, por tanto, sé que Curk Hayward está prometido a esa pava de Mildred Lawson desde que nació, como el que dice.
—Me has dicho eso desde que le conocí.
—Y como si nada.
Evora juntó las manos y las agitó nerviosamente. —Como si nada —dijo, pensativa—. No lo puedo remediar.
—Hija, me descompones.
—Lo siento.
Y se puso en pie. Fue hacia la ventana, levantó el visillo y volvió al lado de Ruth, sentándose frente a ella.
Evora era una joven de unos veinte años. Tenía el pelo rojizo, verdes los grandes ojos. Era esbelta y fina y, sobre todo, muy suave. Pero lo que más llamaba la atención de su persona eran los ojos de melancólica expresión. No tenía aspecto de aventurera. Muy al contrario, parecía una joven exquisita, con más espíritu que materia, y así era en realidad. Por eso, Ruth no comprendía aquella amistad con un hombre rico a quien todos en Penzance consideraban casi como casado.
Había nacido en Londres y trabajó allí como modelo hasta que enfermó su única tía. Esta poseía aquel piso y unos pequeños ingresos que al morir legó a su única sobrina. Evora se trasladó de Londres a Penzance, buscó trabajo en una casa de modas y, con la pequeña renta que le dejó su tía y su trabajo, vivía bien y sin apuros, lo cual, según Ruth, le permitía llevar una vida alegre y sana, muy lejos de amistades perniciosas. ¿Qué cómo conoció a Curk? Del modo más simple. Regresaba de su trabajo. Llovía a torrentes. Se refugió en un portal. El, Curk, bajaba de aquella casa. Llegó al portal, lanzó una mirada a la calle. Un Jaguar estaba aparcado ante la casa. Pero llovía de tal modo que era imposible atravesar la calle sin empaparse. Esperó y comentó algo con referencia al tiempo. Así empezó. Cuando amainó la lluvia, se ofreció a llevarla a casa en su coche. Evora aceptó. Se dijeron sus nombres respectivos, y al día siguiente volvieron a verse. ¿Por casualidad? Evora nunca lo supo. Desde aquel día se vieron otras muchas veces. Una tarde de domingo, Curk subió a saludarla, pues hacía dos meses que no la veía. Desde entonces subía siempre. Nunca hablaron de su novia. Evora sabía que estaba prometido, por Ruth. Por ésta supo también a qué familia pertenecía y muchas otras cosas. Ello no disminuyó su interés por Curk Hayward.
—Evora, déjame que te diga que Curk se casará muy pronto —dijo Ruth.
Evora estaba de nuevo sentada y encendía nerviosamente un nuevo cigarrillo. Fumó a borbotones, como si sólo supiera hacer aquello. Su semblante apacible parecía un tanto crispado, pero aun así, no saltó en insultos ni se echó a llorar.
Ruth, malhumorada, continuó:
—Conoces a la vieja Peti...
—No conozco a nadie, excepto a ti y mis compañeras de trabajo.
—Bueno, pues te diré que lady Peti es una vieja millonada, hermana de lady Lawson.
—Tía de...
—Sí. Le regala un chalet maravilloso en la periferia de la ciudad. Allí van a vivir los novios, Curk y Mildred. ¿No dices nada?
—No.
—¿No? ¿De qué estás hecha, criatura?
—Ruth, ¿qué puedo hacer? Me enamoré de Curk casi al instante de verlo en aquel portal. Fue inevitable.
— ¡Santo cielo! A mí no se me hubiera ocurrido enamorarme de un hombre que está prometido a otra mujer casi desde que nació. Y lo peor de todo es que se va a casar con ella.
—No pretendo que Curk se case conmigo —dijo Evora, suavemente—. Soy... como el segundo plato de un banquete.
—¿Y te conformas? —se descompuso Ruth—. ¿De qué estás hecha, hija? Tú no tienes necesidad de esa migaja de cariño. Eres muy bella y tienes el porvenir resuelto. ¿No comprendes?
Evora hizo un gesto, como diciendo: «¿Y qué puedo hacer?».
—Evora, amiga mía, sé razonable. Pensemos las dos con cordura.
—Ruth, yo preferirla que te mantuvieras al margen.
Ruth estalló.
—¿Eres su amante?
—No —replicó, serenamente—. Aún no.
—¿Cómo? ¿Aún? ¿Estás loca? ¿Es que no tienes dignidad?
—Prefiero no hablar de eso.
—Dios de Dios, Evora. Ese hombre te enloqueció. Y si esperas que se case contigo...
—¡No lo espero! —cortó firmemente.
—Es que sería tonto que lo esperaras. Tú no conoces a sir Lewis ni a lady Magda. Son gentes pegadas a sus pergaminos y millones, y Curk es una digna continuación de sus padres. ¿Crees que le van a prohibir que se vea contigo? Claro que no. Conozco a la gente. Será como un galardón para ellos que su hijo tenga una amante. Y si crees que Mildred se va a oponer... Esa gente cree tener todos los privilegios y considera normal que los hombres se distraigan. ¿Qué importa que sea un coche último modelo o una mujer desamparada?
—¡Ruth!
—Ya lo sabes.
Se puso en pie. Evora la contempló con tristeza.
—Querida, piensa que puedes ser amada por un hombre honrado y cabal —insistió Ruth, ya calmada y con tono de súplica—. ¿Por qué has de ser el juguete de un hombre rico?
—No amo a Curk por su riqueza.
—Sí, hija, sí, ya lo sé. Yo te conozco, pero ellos...
—Sólo quiero que me conozca Curk—. Ruth ya no pudo más. Fue hacia la puerta y se detuvo en ella con un estallido de cólera.
—Eres una estúpida criatura, Evora.
—Ruth...
—¿No comprendes que serás el blanco de todas las miradas?
—¿Y qué puedo hacer para evitarlo?
—Cerrar estas puertas a ese hombre.
Evora apretó las manos una contra otra. Con voz impotente, dijo: —Nunca me faltó al respeto. Pero si me faltara...
—Caerías en sus brazos.
Se pasó una mano por la frente y la acarició, nerviosamente.
—No lo sé... ¡Oh, no! No puedo saberlo. Yo nunca me enamoré. Es la primera vez.
—Pero el amor de tu vida se va a casar con una de su clase.
—Ya.
—¿Y eso no te inquieta?
—Me entristece —dijo bajo, como anonadada—. Me entristece mucho.
Ruth salió, cerrando la puerta con golpe violento. Evora, desolada, la sintió subir las escaleras corriendo. Buena chica Ruth, pero ella no la comprendía.
Amaba a Curk, lo amaba con verdadero fervor. ¿Qué iba a ocurrir? No lo sabía. Ella comprendía que hacía mal, pero carecía de fuerza de voluntad para alterar el negro destino que se cernía sobre ella.
Sonó el timbre. Se levantó a abrir. Al pasar frente al espejo de la consola, lanzó una breve mirada. Estaba pálida. Ruth la inquietaba cada día; era una mujer extraordinariamente honrada. También ella lo era, pero... «¡Dios mío —pensó—. Temo que un día, cuando Curk me lo pida, deje de serlo. Será horrible».
Abrió con mano temblorosa. Se quedó envarada en el umbral. No era Curk. Era, por el contrario, una elegante mujer de pelo rubio pálido, ojos azules, de altivo mirar y sonrisa espasmódica.
—¿Evora Brown? —preguntó.
La joven asintió con un gesto, pero no la mandó pasar. El instinto le decía que aquella mujer, con porte de aristócrata, era la prometida de la cual Curk nunca le habló. Porque Curk nunca le dijo que estaba prometido. ¿Por qué no se lo había dicho?
—¿Puedo pasar? —preguntó la elegante mujer.
—Sí, claro, perdone...
Y le cedió el paso. La visitante, perfumada, bien vestida y elegante, pasó y miró en torno con curiosidad. Evora la miró con disimulo. No era una jovencita. Había sobrepasado los veintiocho seguro. Pero parecía una reina, tal era su arrogancia. Se envolvía en un rico visón y su mirada dura, después de recorrer la estancia, se clavó en Evora.
—¿Vive usted sola? preguntó.
—Sí
—¿No tiene familia?
—No.
—Es usted menor de edad.
Asintió con un gesto. Y al mismo tiempo dijo tímidamente:
—Siéntese, por favor.
—Gracias.
Y quedó apoyada en una butaca.
Evora fijó los ojos en aquella mano. Era larga, delgada, nerviosa y muy bella. Lucía en el dedo medio de la mano una gran sortija de brillantes. ¿La de prometida? ¿O estaría equivocada y no sería Mildred Lawson?
Pero la voz de la elegante mujer la sacó de dudas.
—Mi nombre es Mildred Lawson —dijo—. ¿Oyó usted hablar de mí?
Evora nunca había mentido, pero en aquella ocasión consideró que era preferible hacerlo.
—No.
—Soy la prometida de Curk Hayward.
No dijo nada. Esperó.
Mildred pareció impacientarse. Con sequedad, dijo: —No soy tan moderna ni tan despreocupada, como para permitir que mi futuro esposo se entretenga con una aventurera.
Evora apenas pudo disimular un estremecimiento, pero se abstuvo de abrir los labios. Ante su silencio, Mildred estalló:
—Por tanto, espero que deje usted Penzance antes de veinticuatro horas —dijo, fríamente.
—Tengo aquí mi trabajo.
—Encontrará usted otro. Le daré una carta de recomendación. Curk nunca sabrá nada. También le daré un cheque.
—No me voy a marchar.
—¿Cómo?
—Curk se va a casar con usted. ¿No es bastante triunfo?
—No quiero que mi esposo tenga una amante.
—No lo soy —dijo sin enfadarse—. Le aseguro que no lo soy.
De súbito Mildred se encontró ridícula. La suavidad de aquella jovencita la exasperó. Ella sabía la amistad que tenía Curk en aquella casa. ¿Quién se lo había dicho? Su madre. Y no dudó en ir al piso de la Ribera. Había cometido una estupidez. Era preciso que Curk no lo supiera nunca.
—Amo a Curk —dijo más calmada—. Soy su prometida desde que tenía diecisiete años. ¿Lo comprende usted?
—Sí.
—Póngase en mi lugar.
—Nunca le quitaré a Curk, pero tampoco puedo apartarme de él —dijo Evora, suavemente—. Pídale usted a su futuro esposo que se aparte de mí. Se lo agradeceré.
Mildred huyó de allí. Estaba humillada y desconcertada.
Esperó que al día siguiente Curk le hiciera un reproche. No se lo hizo, lo que le indicó que Evora Brown no había dicho nada. Y en efecto, Evora no se lo dijo ni a su amiga Ruth.
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